
(Escrito y leído el día 19 de octubre de 2009 en el III Memorial Dolores Campo Herrero)
La vida es una cosa de pelotas en sus más variadas formas, aunque siempre redondas, porque así les salen las cosas, redondas, a los que gobiernan u ostentan el poder de alguna u otra manera y en mayor o menor grado ante el resto del común de los mortales, que no dejamos de ser casi todos, pobres idiotas que hasta nos creemos parte de un mundo donde ellos, los prebostes, nos van hurtando con el disimulo de que están ahí para defender los intereses generales o de la comunidad.
Qué cosas dice y escribe uno a veces. Quizás sea el recorrido de la vida, o el cansancio del camino andado. Pero está claro, la vida es una cosa de pelotas: a veces de baloncesto, donde unos grandullones llenos de ahínco y bondad, nos convierte en seres felices durante un buen rato, o de fútbol, menos grandes y con menos ahínco y bondad: ¡qué diferencia de deportistas, de personas!; en otras ocasiones, y atendiendo a la forma redonda de las dichosas pelotas, caemos en la cuenta de cómo se dan lindos y espeluznantes pelotazos que al final siempre pagan los mismos, y encima sin pelota de clase alguna; abundando, queriendo ver pelotas por todas partes, alucinando quizás por tanta parafernalia vital, cae uno en la cuenta de cómo las potencias del mundo se la pasan unas a otras para que prevalezca el negocio a costa de no querer rebajar el CO2, porque al parecer el futuro no importa, sólo el presente, y no digamos nada, sin ir tan lejos, sobre la forma de quemarse mutuamente por aquí en pos del poder, sin importarles si nos estamos quedando atrás respecto a otros países en superar la dichosa recesión económica: nada de aportar todos su grano de arena.
En fin, pero no todo es tan negativo, aunque sigan siendo asuntos de pelotas de la vida. Dicen por ahí, verbigracia, que España es el líder del empleo verde, aunque igual han querido decir que los cuatro millones de parados están verdes; también que en Irán los maniquíes han de estar con velos y sin curvas, será para no ver tantos desechos y rebajar el número de accidentes de tráfico; además, según el tal Chávez,
¡Mira que hay que tener pelotas! Con razón yo no entiendo nada. Estoy pensando en hacerme gótico, la verdad.
(Escrito para CanariasAhora Radio y leído en su programa "El Correíllo")
Ya la pongo sobre la mesa. Poso mi mano sobre ella, y la acaricio. La miro y la remiro a hurtadillas y me da hasta miedo. No me atrevo a leer las instrucciones de cómo debo colocarla. Me recuerda el “póntelo/pónselo”. ¿Era así, no? Quizás lo fuera. En fin, a veces pierde uno la memoria.
Qué me estoy refiriendo a la mascarilla que preside la mesa de mi despacho, y aunque me la han proporcionado para afrontar la gripe A1 y B1 y C1 y D1 —qué nos tienen asombrados—, me da que la voy a usar en otros muchos menesteres, incluso, llegado el caso, en la misma playa de Maspalomas, que algo cubre o debe cubrir, pues aquí, en la mayor parte de los asuntos, de lo que se trata es de tapar, lo que sea, pero tapar, aunque sobre todo la incompetencia, y ahora buscando talante, incluso la crisis nos exige talante en vez de trabajo, de productividad, qué modosidad.
En principio, me la pondré cuando utilice el teléfono móvil para hablar, por si me lo tienen pinchado, pues dicen que ella solita se encarga de averiguarlo: ¡es una mascarilla inteligente esta mía!; también, no me vendría mal usarla hoy mismo si pretendo invertir 10 euros que tengo ahorrados, a ver si consigo que me paguen como mínimo un 11%, ¡listo que es uno!, porque por ahí pagan una miseria y la mascarilla, mi mascarilla, a lo mejor, evitará que se contaminen mis dineros con tanto esfuerzo ganados, y gracias que no son 420 euros sin justificar, sin dar un palo al agua, sin realizar una jornada de trabajo a favor de la comunidad en proporción al salario mínimo interprofesional, porque de repente algún lince más que yo me los podría birlar; ¿y si la convierto en un parche de pirata para ver justo la mitad de lo que veo cada día?, así, por ejemplo, evitaría observar mujeres maltratadas, barbas reales y principescas, programas de televisión inmundos, vagos y maleantes, vividores, puteros en el Raval de Barcelona que no sé por qué sólo se mencionan a las putas, brotes verdes que o están mustios o yo ando cegato, aviones de
Sinceramente, me gustaría saber si esta mascarilla para la gripe sirve de preservativo, en cuyo caso patento su uso, qué carajo.
La buscaba a tientas, parecía que sus gafas con cristal de culo de botella no le daban para más. ¿Me dijo una cerveza, verdad? Sí. Una vieja nonagenaria surgió en las tinieblas aún mayores de la cocina, con la mirada clavada en el suelo, corcovada, tambaleante y cara de bruja sin oficio. Ahí tiene: una cerveza. ¿Me la abre, por favor? La vieja le propinó sin compasión un golpe en la espalda ¡Abre las cosas, Juanito, qué si yo no me hubiera abierto para tu padre tú no habrías nacido! El cocinero, gordo redondo y sonrosado, aparecía y desaparecía como por ensalmo en el hueco de la puerta sin puerta, tocándose la narizota, y sonreía a lo tonto. ¡Abierta, señor! Gracias. Fea, inmensamente fea, una madre joven con un bebé rubio y precioso, se paseó tras la barra, miraba y remiraba, salió y se sentó en una banqueta junto al solitario cliente, y el cocinero, raudo, se presentó de nuevo, pero ahora con un plato de potaje, que le sirvió en silencio a la mujer. ¿Quieres pan? Y queso, sí. Otro camarero, copia fiel al primero, con idénticas gafas gruesas y pelo igual de amarillento y zombi de la misma manera, saludó al cliente con mano fláccida y sonrisa bobalicona. Mal andan las cosas. Mal, sí señor. Una bombilla se apagó, para estar más en la penumbra. ¿Me cobra? El segundo camarero miraba las monedas acercándoselas a los ojos y levantándose las gafas, hasta incluso dar la sensación de que las olía, se dirigió a la cocina y regresó con el cambio. Este dinero no da para nada, eh. No, para nada, es verdad. El niño lloraba, la madre seguía comiendo con fruición, la nonagenaria regresó y entró en la cocina subiéndose su pantalón desmedido color caqui, el primer camarero tropezó con dos banquetas cuando se dirigía al baño, el segundo camarero retiró la botella de cerveza ya vacía, el cocinero con la boca llena buscó la mirada del niño y el cliente escupió, con el mayor de los disimulos, el buche de cerveza que pretendía tomarse, sin poder averiguar si lo que percibió en su paladar era algo vivo o muerto, hasta que se levantó con el ánimo roto y dejó caer un adiós asqueado de aquel bar de mala muerte.