23 julio, 2013

Publicado en el periódico Canarias 7





Título:        Antolín Dávila, novela existencial
Autor:        Nicolás Guerra Aguiar
Fecha:        20 de julio de 2013
 
 
Podría resultar desfasado en el tiempo, sin duda. Pero  al paso de las horas de dos tardes que fueron monólogos dialogados con asentimientos y muchas coincidencias, la conversación con el novelista Antolín Dávila me retrotrajo a cuarenta y dos años atrás, cuando en la vivienda lagunera  de José Antonio Luján volaron los tiempos nocturnos y los del alba mientras nos embelesábamos con la palabra de don Rafael Muñoz, dominico desterrado a la Universidad lagunera y sabio que nos llevó de la mano al pensamiento filosófico –existencialismo, Heidegger, Sartre…- semioculto hasta el momento en aquella distanciada Universidad donde años atrás brilló la docencia de don Emilio Lledó, maestro en la Filosofía, al que no conocí.

 Porque Antolín Dávila es escritor, pero filosofa existencialmente. Y es cierto que escribe, y su obra rezuma calidad –al menos la que conozco- porque sabe cómo hacer una novela, cómo escribir un relato, cómo enganchar al lector que lo desconocía (he de admitirlo, y lo lamento por mí) hasta hace poco. Y ese desconocimiento me desestabiliza incluso profesionalmente (a fin de cuentas, uno ejerció en el aula como profesor de Literatura) aunque ahora mismo ya no solo sé quién es, incluso físicamente, sino y sobre todo como apuntalador de palabras perfectamente ordenadas, de estructuras novelescas –las más de las veces, incluso noveleras- que responden a las puras esencias de la obra bien hecha, aquella que deja satisfechos a los lectores y al propio autor.

 Antolín Dávila habla de la libertad –más bien de su ausencia, incluso de su imposibilidad- cuando dialoga con sus personajes novelescos, algunos de los cuales me devolvieron a aquellos años, digo, de don Rafael Muñoz, el profesor de Filosofía (un rebelde dominico de razonamientos) que nos hizo pensar sobre la supuesta independencia del ser humano expulsado a un mundo agresivo en el cual ha de vivir el absurdo de su existencia.

 Así es, por ejemplo, Antuán, en absoluto trasunto o supuesto álter ego del propio Antolín en su novela Una rosa en la penumbra, tal vez uno de los más exquisitos personajes creados por él –por duramente existencial y angustioso-, al menos en lo que sé de su obra. Un protagonista que no es tal, por más que lo parezca. Porque –así se lo comento entre buchitos de café y ausencias de cigarrillos, pues estamos bajo techo- el personaje central de esta novela no es un ser vivo con un nombre, Antuán. Y Antolín coincidió conmigo en la valoración: todo gira en torno a los condicionantes externos que lo llevaron no sé si a odiar a la mujer-sexo-gemido-profesión (a fin de cuentas, su abuela y su madre), pero sí al menos a identificar a una -la besó a los cincuenta años- con la rosa blanca (pureza), fundamental elemento simbólico que nada tiene que ver con la rosa roja de Garcilaso –pasión-, la odorífera rosa alejandrina de Cairasco, la dorada quesadiana –realización plena- o la azul lorquiana –esterilidad-.

Al final, Antolín habla de los caminos machadianos para referirse a aquellas rutas que no logramos transitar porque “hay condicionantes que nos lo impiden”. En la vida –y esto es puro existencialismo- tomamos veredas, pero nunca accedemos al camino principal porque está rodeado de infinidad de rutas accesorias que nos impiden el arribo a la vía principal. (Si es que, le comento, esta existe.)

 Por tal razón, lo maravilloso de la escritura para él –y deja de ser el existencialista sereno, pura contradicción- es que el escritor puede manejar el mundo a su medida. Y por eso el narrador es autor no ya de ficciones o novelas. Es, fundamentalmente, creador. Y como tal –aunque crear se entienda como producir algo de la nada- el novelista inventa, recrea, satisface su mundo novelesco y es capaz –a veces por placer; otras, por necesidad vital- de manipular para distorsionar la verdad y regalarle al lector acciones y actitudes imposibles en la vida real. Aunque tal comportamiento, claro, le permita vivir. Pero, a la vez, sufrir todo lo que escribe.

 La realidad, pues, es manejable para Antolín Dávila. Y él ha pretendido llevarla incluso más allá de ella misma, es decir, des-realizarla para identificarla con la ficción, de tal manera que ambas se confundan y perfeccionen  -y esto no sé si es existencialismo- ante la complicación de las relaciones humanas.

 Tampoco sé si son los sesenta años de su vida o que sus primeras esencias fueron en San Mateo (llegó a conocer a los pájaros por el canto y por cómo hacen sus nidos), pero lo cierto es que tanto en las palabras que actúan tal barrancos de pensamientos como en sus silencios para buscarlas en la razón, Antolín Dávila emana seriedad, rigor, conocimiento exhaustivo de la vida. Y aunque le tiro de la lengua para que identifique la vida como pura angustia  existencial, eso lo deja para sus personajes, aunque no todos sufren la tragedia de su propia existencia.

 Quizás su desvinculación de movimientos y comportamientos grupales (le comento que también ahí nos identificamos) le hace ver la realidad tal como es, sin ficciones a pesar de su mundo fantasioso por novelesco. Y también quizás por su natural islamiento (acaso por algo de timidez o de libertad absoluta), nadie ha criticado al novelista, aunque puede opinarse de su novela. Y Una rosa en la penumbra, opino, es de las mejores que he leído entre las buenas  producciones aparecidas en Canarias. Porque no consiste en dar una nota, en ubicarla en un puesto de competiciones. Antolín Dávila es admirado por los nuevos y muy buenos escritores –la Generación del COU, por sus edades- que respetan en él su no ubicuidad estilística. Por eso lo invitan a actos comunes, y Alexis Ravelo y Santiago Gil –entre otros- lo valoran. Fue de los poquísimos novelistas ajenos a la hiperbólica voz narraguanche que consiguió (años ochenta) ser finalista en los premios Benito Pérez Armas, Ateneo de Valladolid y Pérez Galdós, títulos que además se publicaron, y gana en 1988 el Benito Pérez Armas de edición con El cernícalo, hoy reeditada… 

Pero como ya tiene sus años –por suerte, años significan calidad y producción novelesca-, también puede mirar hacia atrás. Y, como muchos jóvenes de su edad o los pollillos cuarentones de hoy, recuerda a Emilio González Déniz, el culpable de que Una orla para todos (1988) lo lanzara definitivamente a estas cosas de la escritura.

 Sí, es cierto. Antolín Dávila es pasión novelesca pero, a la vez, serenidad en la novelación. Tres horas de palabras ordenadas –a veces necesariamente apasionadas- dan para confirmar sospechas y fortalecer afirmaciones: cuando se reescriba sobre la novela en Canarias, Antolín Dávila ocupará el lugar que le corresponde. Y será de los primeros no por la D apellidal, sino por su obra. Una rosa en la penumbra, por ejemplo, será un título imprescindible. Y con razón, claro.

 

09 julio, 2013

Retazos VII




El taconeo

Un taconeo persistente se le acercaba cada vez más, y era la muerte, sin duda.


La nueva ilusión

Taciturno, miraba al horizonte en busca de la ilusión perdida, hasta que supo encontrarla.


La sinrazón

Cómo se perdió la pobre mujer envuelta en la sinrazón.


El niño y la vejez

Prendado de la sonrisa del niño, también se sintió niño, a pesar de su irremediable vejez.


Los amores perdidos

Minuciosa, archivaba las cartas de sus amores lejanos, tal vez intentando atrancar su memoria.


El hombre escaldado”

Escaldado, se limpiaba los hombros de tantas palmadas, descansando enseguida como un bendito.


El barco equivocado

Sabedora de su error, se embarcó con su tristeza en el olvido, hasta que llegó a zozobrar.


El adiós del amor


Dejó tirados los labios sobre la mesa y el corazón en el cubo de la basura, sin remisión.