La noche se echaba encima. Una brisa persistente le calaba hasta los
huesos. Las calles, casi desiertas, le parecían traidoras, y hasta esperaba en
cada esquina que le saliera algún malandrín y lo acuchillara para quitarle las
tres monedas que llevaba en los bolsillos. Pero logró llegar al portal del
viejo edificio donde vivía, sacó las llaves y abrió, subió las escaleras a
duras penas hasta el tercer piso, empujó la puerta de su casa, encendió la luz,
suspiró, buscó lo único que merecía la pena en su vida y la levantó, alzándola
hasta que los labios de los dos se juntaron, y luego, él, con actitud
desprendida, recorrió todo su cuerpo, como si quisiera agradecerle su lealtad y
su paciencia, acariciándole los senos con parsimonia, trasladando las yemas de
sus dedos por los costados de ella hasta apretar sus nalgas inertes, frías,
como la misma muerte, pero ella no estaba muerta, al contrario, muy viva para
él, quizás sólo para él, aunque jamás podría encontrar el calor humano en aquel
artilugio que le recomendaron para combatir su soledad intransigente, y su
maltrecha vejez. A pesar de todo, escuchó un reproche: a su entender, un
efímero reproche, algo así como has llegado tarde, hombre de Dios.
19 septiembre, 2011
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