19 septiembre, 2011

La muñeca de su triste devenir





La noche se echaba encima. Una brisa persistente le calaba hasta los huesos. Las calles, casi desiertas, le parecían traidoras, y hasta esperaba en cada esquina que le saliera algún malandrín y lo acuchillara para quitarle las tres monedas que llevaba en los bolsillos. Pero logró llegar al portal del viejo edificio donde vivía, sacó las llaves y abrió, subió las escaleras a duras penas hasta el tercer piso, empujó la puerta de su casa, encendió la luz, suspiró, buscó lo único que merecía la pena en su vida y la levantó, alzándola hasta que los labios de los dos se juntaron, y luego, él, con actitud desprendida, recorrió todo su cuerpo, como si quisiera agradecerle su lealtad y su paciencia, acariciándole los senos con parsimonia, trasladando las yemas de sus dedos por los costados de ella hasta apretar sus nalgas inertes, frías, como la misma muerte, pero ella no estaba muerta, al contrario, muy viva para él, quizás sólo para él, aunque jamás podría encontrar el calor humano en aquel artilugio que le recomendaron para combatir su soledad intransigente, y su maltrecha vejez. A pesar de todo, escuchó un reproche: a su entender, un efímero reproche, algo así como has llegado tarde, hombre de Dios.