05 junio, 2015

Retrato de treinta suspiros para una vida


Presentación libro: Todos sus cuentos
Autor: Víctor Ramírez
Lugar: Club La Provincia
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Fecha: 5 de junio de 2015

Para Víctor Ramírez

El hombre se acercó taciturno a la alacena, cogió la taza vacía que allí solía guardar desde mucho tiempo atrás y se dirigió a la cocina, donde se preparó una infusión de manzanilla, no porque le apeteciera, como de costumbre a la tardecita, sino porque tenía un salto en la barriga que no lo dejaba en paz, de nervios, seguro, ya que llevaba unas horas sonándole en la cabeza el aplauso que le regalaba mucha gente, de aquí y de allá, pero que no veía, y entonces le invadía una especie de regocijo un tanto inconcebible o más bien inexplicable, que lo desestabilizaba, porque él nunca quería que le reconocieran nada, menos su trabajo y su dedicación perennes durante tantos años, pues al fin y al cabo, si él escribía era en primer lugar porque le gustaba, en segundo lugar porque daba rienda suelta a su inconformismo y, en tercer lugar, porque tenía una obsesión vital desde muy joven por remover conciencias en pos de una vida mejor para todos y una sociedad libre sin cortapisas que pocos entendían.
         Suspiraba. Hablaba a solas sin parar, cuando no le daba por cantar alguna ranchera o un corrido mejicano. A veces se decía menos da una piedra, a lo mejor pensando que debía dar más de sí mismo, sin embargo, lo curioso, es que a viva voz pregonaba una frase que nadie entendía, tal vez él sí, una frase que después de muchas discusiones, los que le escuchaban convinieron que era al otro lado del otro lado, aunque nadie se ponía de acuerdo en su significado, en qué quería el hombre decir con ella, pues mientras unos comentaban que al otro lado del otro lado se hallaba la libertad, otros afirmaban que era el lugar de la mala conciencia de los que mandaban y más de dos y de tres estaban convencidos de que se trataba del rincón donde malvivían  los pobres, los marginados de por vida, lo malo es que el hombre rubricaba sus frases sueltas al viento con otra aún más incomprensible para todos, una frase más abierta aún que desataba mil y una especulaciones: pero como si no; pero como si no qué, pero como si no lo entendieran, pero como si no pudiera transmitir sus pensamientos a pesar de la lucha constante por hacerlo, pero como si no se diera cuenta nadie de lo que ocurría, pero como si no los mandones perdieran la conciencia de sus desmanes; ¡cualquiera sabía!
         Gemía apenas el hombre. Deliraba a veces. Miraba tras las rendijas de los amaneceres o en los huecos de la noche cerrada. Cantaba a escondidas. Sonreía en ocasiones sin ton ni son, quizás cuando encontraba una palabra que le iba a servir para transmitir a los demás sus alientos a través de la escritura, como un poeta, como el poeta que se alimenta de carroña si fuera preciso, como tantas veces había hecho él con sus grafías, echándolas a volar igual que si se tratara de palomas mensajeras, unas con olvidos y otras con recuerdos, lo mismo daba que se tratara de una Nochebuena que de una mala noche donde las pesadillas se lo comían por dentro.
         A pesar de todo, no se dejaba asustar el hombre por la vida, todo lo contrario, buscaba en ella los resuellos aquí y allá, y a fe que los encontraba, aun cuando la esperanza hecha piedra trataba de coartar sus pálpitos y pasiones, también sus estremecimientos y sus sosiegos, y le daba igual al hombre que ese martirio de la vida fuera despierto o dormido, como una noche, cuando soñó que había perdido un ojo y se había quedado sólo con un ojo de pulga en el centro de su frente, que más tarde le sería arrancado por una bala de goma en una de las manifestaciones a las que tanto le gustaba acudir para gritar ¡libertad!, en definitiva, el soñador de sueños imposibles o el escritor y un miedo más, como siempre le había pasado en la vida, ora de joven ora de viejo, tal vez por pensar, sobre todo por querer pensar y después transmitir sus pensamientos a los demás, a sabiendas de que encontrarían oposición en otros muchos que sin ser sordos ejercían como tales, para su desgracia, aunque el hombre definía eso como rutina, rutina, y se convencía a sí mismo de que debía continuar, por más chantaje bendito que le cayera encima, quizás porque como decía buscaba lo más hermoso de mi vida, de su vida, a pesar de que a menudo sufría por el hedor de esquirola, que le llegaba de aquí y de allá, por más que trataba de soslayarlo, de pasar girando la cabeza al otro lado para no dejarse embaucar.
         Nadie sabía el porqué, pero lo cierto es que el hombre tenía como favorita la frase Diosnoslibre, toda junta, toda juntita diría él, sin separaciones de las tres palabras, porque si no fuera así significaría otra cosa, seguramente, algo muy distinto, como cuando se le escuchaba muchas veces en un susurro decir precisamente, como si de una sentencia se tratara, con un asentimiento firme y categórico: precisamente las cosas son así y no de otra manera, que lo decía él que lo había vivido y sufrido en sus propias carnes.
Le gustaba el mar al hombre, pero sobre todo la arena rubia, para pisarla y verse las huellas que iba dejando como si fuera su vida misma, también para tumbarse y desparramar su mirada en derredor, incluido el horizonte lejano, observando la hermosura que lo rodeaba, porque los ojos siempre son niños, podría decir pero nunca lo dijo, si bien era cierto que hablaba de la tercera mitad del cariño, sin explicar cuál era la primera y la segunda mitad del cariño, aunque lo más probable es que sería algo bueno, algo amoroso y placentero, porque del hombre no se podía esperar otra cosa, que luego plasmaría en sus universos particulares repletos de belleza y sugerentes por sí mismos para hacer pensar a los demás, sin remedio, de la misma manera que hacía cuando hablaba de don Régulo Alcántara, o de Elías Arcángel Bermúdez, incluso cuando se preguntaba de forma machacona, pesado como él solo pero lleno de ilusión, por qué me acordaría de Ferminito Ñeca y demás, por no mencionar sus palabras acerca de un tal capitán Tibicena, pues el hombre conocía no sólo de pescadores, soldados y marineros, sino también de capitanes y de quien se le terciara, fueran pobres o ricos del barrio o de lugares lejanos.
El hombre paseaba por la vida, y meditaba, en ocasiones martirizándose a sí mismo, también luchando a brazo partido  para evitar dejarse domar, hasta el punto de mostrar su rebeldía, cuando no su pasmo o estupor, llegando a la conclusión de la indómita contumaz estupefacción, como solía denominar aquellos momentos suyos de supervivencia o de flojera para ir afrontando la vida, hasta que llegaba el momento crucial y cogió el lápiz para escribirle al primero que se encontrara que ya le seguiré contando de mi existencia, y cuando le replicaba su interlocutor se limitaba a lanzar como un dardo al aire una sola pregunta, simple, muy simple: ¿y qué?, al fin y al cabo, como afirmaba sobre sus planteamientos, porque así fue aunque a lo largo del camino de la vida pudieras estar equivocándote de trampa.
Recordaba a el Chillón, cuando decía mejor me callo, porque tampoco el hombre se creía estar en posesión de la verdad absoluta, sin embargo, comedido, él era consciente que tras aquel partido, que no era otro que el de la vida contra su lucha constante, se sentía más ganador que perdedor, porque en todo lo que había hecho fue dejando hasta su alma.

Terminó el hombre diciendo allá ustedes, probablemente dando a entender que ahí dejaba su obra, su literatura, para que pensaran, para que fueran mucho más allá de donde él siempre quiso ir, o mucho más acá, daba igual, porque lo importante, el rezumo, quedaba en las letras que el hombre iba arrojando tras de sí para que degustaran los demás, desprendido como él solo sabía serlo.