Buscaba el hombre algo
para entretenerse. Decidió mirarse al espejo, y quiso sentirse joven y apuesto,
algo así como un Rick Blaine, el de Casablanca,
pero se vio avejentado y sin ganas de nada. Intentaba encontrarse la
sonrisa pero no la hallaba, ni la suya de siempre ni ninguna otra. Guiñaba los
ojos, ora uno como si lo hiciera para un niño ora el otro destinado a una dama
de buen ver. Suspiró. Y para su sorpresa, de repente, vio reflejada en el
espejo a la bella y hermosa Ilsa Lund, la de Casablanca también, quien le puso una mano sobre el hombro y le
susurró al oído algo así como ánimo,
hombre, que no se es viejo por la edad, sino por los lamentos; y le
felicitó la Navidad, para agradecimiento infinito e ilusión eterna del hombre.
17 diciembre, 2013
17 octubre, 2013
Vaivenes de amor
“El
barco del amor”
Aun sabedora de que no embarcaba en su barco de amor, zozobró infectada y se ahogó en la pena.
“El tatuaje del amor”
(Para María Pérez y su hija)
Tu mirada es mi mirada, y el amor de las dos.
“Miradas
de desamor”
Me miras, te
miro y sonreímos lastimeros, apenas nada.
"El edificio del amor"
Se olvidó de que las
columnas del amor no son materiales, ni mucho menos.
“Tristes
cosas de amor”
Dijo que lo iba
a querer siempre, ignorante de que la vida se come hasta la memoria.
“El
cine de amor”
“Brindis
de amor”
Brindaban por el amor de los dos, hasta que llegaba la noche y otras palabras fusilaban el verdadero amor.
“La arquitectura del amor”
23 julio, 2013
Publicado en el periódico Canarias 7
Autor: Nicolás Guerra Aguiar
Fecha: 20 de julio de 2013
Podría resultar desfasado en el
tiempo, sin duda. Pero al paso de las
horas de dos tardes que fueron monólogos dialogados con asentimientos y muchas
coincidencias, la conversación con el novelista Antolín Dávila me retrotrajo a
cuarenta y dos años atrás, cuando en la vivienda lagunera de José Antonio Luján volaron los tiempos
nocturnos y los del alba mientras nos embelesábamos con la palabra de don
Rafael Muñoz, dominico desterrado a la Universidad lagunera y sabio que nos
llevó de la mano al pensamiento filosófico –existencialismo, Heidegger,
Sartre…- semioculto hasta el momento en aquella distanciada Universidad donde
años atrás brilló la docencia de don Emilio Lledó, maestro en la Filosofía, al
que no conocí.
Porque Antolín Dávila es escritor, pero filosofa
existencialmente. Y es cierto que escribe, y su obra rezuma calidad –al menos
la que conozco- porque sabe cómo hacer una novela, cómo escribir un relato,
cómo enganchar al lector que lo desconocía (he de admitirlo, y lo lamento por
mí) hasta hace poco. Y ese desconocimiento me desestabiliza incluso
profesionalmente (a fin de cuentas, uno ejerció en el aula como profesor de
Literatura) aunque ahora mismo ya no solo sé quién es, incluso físicamente,
sino y sobre todo como apuntalador de palabras perfectamente ordenadas, de
estructuras novelescas –las más de las veces, incluso noveleras- que responden
a las puras esencias de la obra bien hecha, aquella que deja satisfechos a los
lectores y al propio autor.
Antolín Dávila habla de la libertad –más bien
de su ausencia, incluso de su imposibilidad- cuando dialoga con sus personajes
novelescos, algunos de los cuales me devolvieron a aquellos años, digo, de don
Rafael Muñoz, el profesor de Filosofía (un rebelde dominico de razonamientos)
que nos hizo pensar sobre la supuesta independencia del ser humano expulsado a
un mundo agresivo en el cual ha de vivir el absurdo de su existencia.
Así es, por ejemplo, Antuán, en absoluto
trasunto o supuesto álter ego del propio Antolín en su novela Una rosa en la
penumbra, tal vez uno de los más exquisitos personajes creados por él –por
duramente existencial y angustioso-, al menos en lo que sé de su obra. Un
protagonista que no es tal, por más que lo parezca. Porque –así se lo comento
entre buchitos de café y ausencias de cigarrillos, pues estamos bajo techo- el
personaje central de esta novela no es un ser vivo con un nombre, Antuán. Y
Antolín coincidió conmigo en la valoración: todo gira en torno a los
condicionantes externos que lo llevaron no sé si a odiar a la mujer-sexo-gemido-profesión
(a fin de cuentas, su abuela y su madre), pero sí al menos a identificar a una
-la besó a los cincuenta años- con la rosa blanca (pureza), fundamental
elemento simbólico que nada tiene que ver con la rosa roja de Garcilaso
–pasión-, la odorífera rosa alejandrina de Cairasco, la dorada quesadiana
–realización plena- o la azul lorquiana –esterilidad-.
Al final, Antolín habla de los
caminos machadianos para referirse a aquellas rutas que no logramos transitar
porque “hay condicionantes que nos lo impiden”. En la vida –y esto es puro
existencialismo- tomamos veredas, pero nunca accedemos al camino principal
porque está rodeado de infinidad de rutas accesorias que nos impiden el arribo
a la vía principal. (Si es que, le comento, esta existe.)
Por tal razón, lo maravilloso de la escritura
para él –y deja de ser el existencialista sereno, pura contradicción- es que el
escritor puede manejar el mundo a su medida. Y por eso el narrador es autor no
ya de ficciones o novelas. Es, fundamentalmente, creador. Y como tal –aunque
crear se entienda como producir algo de la nada- el novelista inventa, recrea,
satisface su mundo novelesco y es capaz –a veces por placer; otras, por
necesidad vital- de manipular para distorsionar la verdad y regalarle al lector
acciones y actitudes imposibles en la vida real. Aunque tal comportamiento,
claro, le permita vivir. Pero, a la vez, sufrir todo lo que escribe.
La realidad, pues, es manejable para Antolín
Dávila. Y él ha pretendido llevarla incluso más allá de ella misma, es decir,
des-realizarla para identificarla con la ficción, de tal manera que ambas se
confundan y perfeccionen -y esto no sé
si es existencialismo- ante la complicación de las relaciones humanas.
Tampoco sé si son los sesenta años de su vida
o que sus primeras esencias fueron en San Mateo (llegó a conocer a los pájaros
por el canto y por cómo hacen sus nidos), pero lo cierto es que tanto en las
palabras que actúan tal barrancos de pensamientos como en sus silencios para
buscarlas en la razón, Antolín Dávila emana seriedad, rigor, conocimiento
exhaustivo de la vida. Y aunque le tiro de la lengua para que identifique la
vida como pura angustia existencial, eso
lo deja para sus personajes, aunque no todos sufren la tragedia de su propia
existencia.
Quizás su desvinculación de movimientos y
comportamientos grupales (le comento que también ahí nos identificamos) le hace
ver la realidad tal como es, sin ficciones a pesar de su mundo fantasioso por
novelesco. Y también quizás por su natural islamiento (acaso por algo de
timidez o de libertad absoluta), nadie ha criticado al novelista, aunque puede
opinarse de su novela. Y Una rosa en la penumbra, opino, es de las mejores que
he leído entre las buenas producciones
aparecidas en Canarias. Porque no consiste en dar una nota, en ubicarla en un
puesto de competiciones. Antolín Dávila es admirado por los nuevos y muy buenos
escritores –la Generación del COU, por sus edades- que respetan en él su no
ubicuidad estilística. Por eso lo invitan a actos comunes, y Alexis Ravelo y
Santiago Gil –entre otros- lo valoran. Fue de los poquísimos novelistas ajenos
a la hiperbólica voz narraguanche que consiguió (años ochenta) ser finalista en
los premios Benito Pérez Armas, Ateneo de Valladolid y Pérez Galdós, títulos
que además se publicaron, y gana en 1988 el Benito Pérez Armas de edición con
El cernícalo, hoy reeditada…
Pero como ya tiene sus años –por
suerte, años significan calidad y producción novelesca-, también puede mirar
hacia atrás. Y, como muchos jóvenes de su edad o los pollillos cuarentones de
hoy, recuerda a Emilio González Déniz, el culpable de que Una orla para todos
(1988) lo lanzara definitivamente a estas cosas de la escritura.
Sí, es cierto. Antolín Dávila es pasión
novelesca pero, a la vez, serenidad en la novelación. Tres horas de palabras
ordenadas –a veces necesariamente apasionadas- dan para confirmar sospechas y
fortalecer afirmaciones: cuando se reescriba sobre la novela en Canarias,
Antolín Dávila ocupará el lugar que le corresponde. Y será de los primeros no
por la D apellidal, sino por su obra. Una rosa en la penumbra, por ejemplo,
será un título imprescindible. Y con razón, claro.
09 julio, 2013
Retazos VII
“El taconeo”
Un
taconeo persistente se le acercaba cada vez más, y era la muerte, sin duda.
“La nueva ilusión”
Taciturno,
miraba al horizonte en busca de la ilusión perdida, hasta que supo encontrarla.
“La sinrazón”
Cómo
se perdió la pobre mujer envuelta en la sinrazón.
“El niño y la vejez”
Prendado
de la sonrisa del niño, también se sintió niño, a pesar de su irremediable
vejez.
“Los amores perdidos”
Minuciosa,
archivaba las cartas de sus amores lejanos, tal vez intentando atrancar su
memoria.
“El hombre escaldado”
Escaldado,
se limpiaba los hombros de tantas palmadas, descansando enseguida como un
bendito.
“El barco equivocado”
Sabedora
de su error, se embarcó con su tristeza en el olvido, hasta que llegó a
zozobrar.
“El adiós del amor”
Dejó
tirados los labios sobre la mesa y el corazón en el cubo de la basura, sin
remisión.
23 junio, 2013
La mujer del pasillo de la gran recepción
El hombre fumaba, no se cansaba
de fumar, en aquel pasillo antes de la recepción del gran hotel, transformando cada
escena que se daba ante sí en un universo muy particular, el suyo, aunque
condicionado por la realidad que se le presentaba ante sus ojos a cada
instante, sin poderlo evitar.
No
hablaba con nadie, si acaso, entreverado por escenas diferentes, con el portero
del hotel, un hombre mucho más joven que él ansioso porque iba a recibir a su primer hijo
y de quien nunca supo si tuvo esa fortuna. Pero allí seguía, cumplidor con las
reglas contra el tabaco, fumando y observando durante 6 días, a veces, si era
por la mañana, después de tomarse un café en un bar cercano, buscando un rayo
de sol para mitigar el frío mañanero.
Ante
sí pasaban los clientes del hotel, unos entrando y otros saliendo, algunos ya
conocidos de días anteriores y otros recién llegados, o llegando arrastrando
sus variopintas maletas, como aquella pareja ya bien conocida por el hombre
fumador, ella una mujer joven todavía y él un sesentón de poco pelo, gafas de
culo de botella y cara extremadamente feliz, porque se le notaba.
—Vos
me estás haciendo muy feliz. Nunca he vivido momentos como estos. Siempre te
amaré y te llevaré conmigo: serás mi gran amor —alcanzó a escuchar el hombre
fumador.
El
hombre sesentón puso cara de idiota y el hombre fumador agachó la cabeza para
no verse sorprendido por la mirada de aquella mujer, la misma que, cada noche,
lo acompañaba en el pasillo, antes de la gran recepción, a fumarse como mínimo
un par de cigarrillos y a tratar de intimar con él.
—¿Sabés
que fumas como Humphrey Bogart? Me gusta mucho —le dijo aquella noche.
—Ah,
no lo sé: lo desconocía.
—¿Lo
hacés todo tan lindo?
Insinuándose,
con descaro, casi lo perseguía a lo largo del pasillo, pero el hombre fumador
la evitaba, bien hablando con el portero del hotel bien alejándose hasta la
calle, momentos que la mujer aprovechaba para coger el móvil y comenzar a
hablar con otros hombres o alguna amiga a la que daba de merecer, porque decía
estar divina con el hombre sesentón, a quien calificaba como un iluso más que
hasta se creía que lo amaba y lo amaría siempre, y se carcajeaba sin compasión.
—¿Por
qué me rehúyes, Humphrey Bogart?
El
hombre fumador calló, mantuvo un mutismo absoluto y sólo inhaló el cigarrillo
como si fuera su última bocanada de humo en la vida, no sin mirarla de arriba
abajo con cierto desprecio.
—¿Querés
venir mañana a un asado? Me invitaron mis familiares, los muy casamenteros, que
pretenden unirme a un fantasma y putero para quitarse de encima la carga de mi
presencia.
—No.
Gracias —musitó apenas el hombre fumador.
—Oye,
que a mí no me importa entregarme a ese fantasma que me proponen, total, qué
más da uno que otro.
El
hombre fumador no pudo más, apagó su cigarrillo estrujándolo contra el cenicero
con rabia y abandonó el pasillo, adentrándose en la gran recepción del hotel,
asqueado y sintiéndose engañado como si él fuera el hombre sesentón que debería
estar ya durmiendo como un bendito en cualquier habitación del hotel, cornudo
como él solo.
28 mayo, 2013
Introducción debate "Una rosa en la penumbra"
- Debate: “Una rosa en la penumbra”
- Fecha: Día 28 de mayo de 2013, martes
- Hora: 19.00 horas
- Lugar: Sala Ámbito Cultural de El Corte
Inglés
Las
Palmas de Gran Canaria
Sabedor de que
ya ustedes conocen mucho, como miembros de este Club de Lectura de El Corte
Inglés, de quienes vamos a hablar esta noche, quiero dejar patente que yo estoy
aquí sólo como mensajero, como vocero de un buen número de personas que viven
en la calle Sola del barrio de Canterías de la ciudad de Tornas, un barrio muy
peculiar, conformado por sus catorce casas alineadas y todas con idéntica
fachada, con un callejón de separación entre ellas, por si acaso, y dos piedras
vivas como mojones para que nadie se confunda dónde están sus límites.
Acabo
de salir de allí, si es que aún no lo estoy, tampoco lo sé a ciencia cierta, y
espero que todos estén muy pronto subiendo su pedregosa cuesta de acceso,
descubriendo la idiosincrasia de este lugar y los pálpitos de su gente, sus
rasgos y caracteres, sus amores y desamores, sus penas y sus alegrías, sus
aromas y sus alientos, sus peripecias vitales en fin, poco a poco, como quien
va en busca de una rosa en la penumbra y teme ser herido por alguna espina.
De modo que estoy aquí
como vocero o mensajero de todos los habitantes del barrio de Canterías como,
por ejemplo, de Honorato, más conocido por el Gato, quien me ha pedido que le
lleve una docena de voladores a mi regreso, porque ya se le han terminado los
que le dieron para la fiesta en honor de Magdalena, la Magna , y está cansado de
coger ratas y cucarachas en los callejones que dan origen dos a dos las casas
de la calle Sola.
También mensajero de las
niñas Padronas, esas maduras y religiosas y santas mujeres tan vírgenes como
llegaron al mundo, por la Gracia de Dios y el Espíritu Santo, que mientras
bajaba yo la cuesta del barrio, así, con las manos juntitas las dos y al
unísono, me han rogado que les compre un escapulario morado, para ponerse
mientras recen por las tardecitas en honor a la Virgen del Carmen el
escapulario, es decir, el rezo siete veces del padrenuestro, con el avemaría y
el gloriapatri. Total, les compraré una pieza de tela y que se lo hagan ellas
mismas, y ya después que don Conrado, el cura, si quiere, se los bendiga. Me
han prometido las buenas mujeres un dulce con un agujerito en el centro, cuando
regrese, esos dulces que ellas han hecho tan famosos en la ciudad de Tornas.
Clarita, la hija de
Magdalena la Magna y madre del bueno de Antuán Constantino, aún dolorida y para
siempre, me recuerda que debo denunciar al hospital de La Caridad y a las
monjas de la congregación Hermanas de La Caridad de la Asunción, sobre todo a
sor María de la Salud, quien trató
de abofetearla y le dijo mientras paría algo así como: “Sufre, hija, y no
olvides, que Dios tampoco se olvida de las pecadoras como tú”.
Bueno, en cierta medida,
y como comprenderán no me siento en condiciones de complacerla, ni de siquiera
decírselo a ustedes, pero en fin: Carmela, la Dichosa, esa mujer de armas tomar
que ha estado con miles de hombres pero que sólo ha amado al más tonto, pues
Carmela, total lo digo, me ha solicitado que le compre unas braguitas
encarnadas para ondear en señal de paz ante la policía cuando venga a cerrarle
su casa de citas; no sé si podré hacerlo.
La
verdad es que, Carmela, la
Dichosa , con esas manos de santa y esa sonrisa angelical que
Dios le dio, ha sido capaz de todo, incluso de iniciar en el amor a un muchacho
mientras las tropas rusas avanzaban sobre Checoslovaquia, ardía Saigón y
cientos de heridos se amontonaban en el barrio latino de París. Aunque más
importancia para ella, desde luego, ha tenido que Rosendo y Felisita hayan
instalado, en el callejón entre los números 11 y 12 de la calle Sola, una
granja de gallinas: ¡eso sí que ha sido importante para ella!
Y
me pide que lo cuente aquí, ante ustedes, por si hay alguna autoridad y toma
medidas, pues que los hombres que la visitan regresen a sus casas con ese hedor
a excrementos de gallinas impregnado en sus cuerpos es tan triste como muy
perjudicial para ella, para su negocio, vamos.
Juansito, el vecino de
la casa número 3 de la calle Sola, por su parte, me dice que si tengo tiempo me
fije en cómo colocan aquí los botes de aceitunas y las latas de carne en
conserva, los manises y las chufas, y todo en general, porque a él, con esto de
la crisis, ya no le compra nadie, sólo le entran a su tienda las moscas y los
moscones.
Ramón, el barbero,
apostado como siempre en la puerta de su casa y también barbería, en el número
7 de la calle Sola, cuando me vio salir me ofreció un afeitado gratis, a cambio
de que le consiguiera un periodista que contara su historia con la única mujer
que convivió, y que casi le cuesta la cárcel por cierto, porque él no sabía ni
que habían puesto una bandera republicana en su azotea y mucho menos que,
precisamente aquel día, estuvieran suspendidos los artículos 14 y 18 del Fuero
de los Españoles y la universidad de Madrid estuviera cerrada a cal y canto por
los disturbios que se estaban produciendo. Qué disgusto para el bueno de Ramón,
también conocido por el Que le digo yo a usted, cuando lo obligaron a salir con
las manos en alto y los ojos cerrados, acusándolo la policía armada a grito
pelado de enemigo del Régimen y del Caudillo.
Incluso esta noche estoy
yo aquí como mensajero de Magdalena, la Magna , una mujerona rubia, decana de las
prostitutas del barrio de Canterías, quien me ha pedido que reivindique ante
este auditorio el abuso cometido con ella por defender a su hija, Clarita,
obligándola a pasarse encarcelada veinte años y un día en la prisión de la
ciudad de Tornas.
Además,
y agradecida como ella sola, me ha dicho que aproveche y pregone aquí todo lo
bueno de sus vecinos de Canterías, de cómo la defendieron cuando lo necesitó,
de qué fiesta más bonita le hicieron cuando regresó de la cárcel, de cuántos regalos recibió de todos.
No
desaprovecha la ocasión Magdalena y me pide un favor, que tampoco sé si se lo
podré hacer, y es que le compre aquí mismo en El Corte Inglés unas botas de media
caña, como las que ha llevado toda la vida, y un lápiz de labios de un rojo
endiablado, porque ella ya no puede bajar a la ciudad de Tornas desde que se
cayó subiendo las escaleras de su azotea adonde iba a tender la ropa.
Finalmente,
Magdalena, la Magna ,
me rogó que no hablara de sus dos grandes amores, porque el nombre de ellos se
los quiere llevar a la tumba, aunque siempre todo se sabe, y todos ustedes ya
lo sabrán a estas alturas, si han leído Una
rosa en la penumbra, al fin el testamento vital de todos los residentes de
la calle Sola del barrio de Canterías de la ciudad de Tornas.
Así, estoy como
mensajero además de un tal Antuán Constantino, un buen amigo mío, cincuentón y
solterón, y buena gente, que con esa forma de ser suya tan sumisa y de tan poco
carácter, quizás por las tesituras que ha pasado durante su vida desde el
momento en que fue fecundado, me encarga que si por casualidad, aquí, entre
ustedes, sabe alguien cómo conseguir a la mujer que se ama en silencio, cómo
llegar al amor que parece inalcanzable, cómo incluso poder vivir amando sin ser
amado y cómo, finalmente, acabar con el amor cuando se quiere tener, pues eso,
que si alguno de ustedes tiene la fórmula me la dé para transmitírsela, pues
quizás de esa manera pueda… bien acabar con su agobio amoroso bien alcanzar el
amor desprendido de su particular Venus: la bella Helga Tarbonano.
Pero es que, al propio
tiempo, la misma Helga Tarbonano, hermosa como ella sola, de labios finos y
sonrosados, quizás enamorada o quizás no, me comenta que puedo hacer mención al
efímero beso en los labios que un día correspondió, sin saber por qué, en un
cuartucho de los estibadores allá en el puerto.
Me
insiste en que está muy confundida. Me afirma que a lo mejor nunca debió cruzar
la calle que despertó el amor en un hombre como Antuán Constantino, y su propio
amor. Y aprovechándose también de esta circunstancia, me dice que tal vez entre
todas las mujeres que hay aquí, entre todas ustedes, amigas mías, alguna pueda
aconsejarle sobre lo que debe hacer, si seguir con su monótona vida o
entregarse al bueno, al cándido de Antuán Constantino, un hombre incapaz de
distinguir cuando un beso es dado por amor o por caridad.
Me
acaba rogando Helga Tarbonano que sea prudente al contar su historia, y yo así
lo hago, no hablar más sobre el tema, entre otras razones porque tampoco
conozco muy bien la intimidad de esta mujer, ni la de Antuán Constantino, aunque
bien es verdad que él mucho la ha citado y hasta mitificado, llegando al punto de
confundirla o quererla comparar con las Venus de Botticelli, Velázquez,
Tiziano, Carracci o Veronese: ¡eso sólo le ocurre a los enamorados!; verdad es
que él teme mucho de una frase revolucionaria que le dijo el profesor Restituto
Altamirano: “El que habla del amor
destruye el amor”.
Y
precisamente, de quien verdaderamente traigo muchos mensajes es del insigne
profesor don Restituto Altamirano de las Cuevas, residente en la casa número 1
de la calle Sola del barrio de Canterías. Qué impertinencia la del viejo profesor:
no se ha cansado de insistirme en que yo les cite a todos ustedes una frase en
latín, cosa que no voy a hacer, por supuesto, por mucho que él se empeñe,
aunque Dios me libre cuando regrese a la calle Sola y se entere de que no lo he
hecho: igual me da en la misma coronilla con su bastón de acebuche con contera
de hierro fundido.
Sin
embargo, tal vez por lo interesante de su vida, aparte de lo que le gustan las
galletas con relleno de coco y de vainilla, sí les transmitiré algunas de sus
vivencias revolucionarias, porque el profesor, al parecer, ha sido un hombre de
mundo y muy inconformista, hasta el punto de tener como paradigma personal a
John Fitzgerald Kennedy, aunque su alma revolucionaria lo llevó por otros
derroteros.
―Diga
usted ―me espetó―, que yo me he codeado con Martin Luther King y con Salvador
Allende, que yo estuve encerrado en el Estadio Chile junto a Víctor Jara.
Bueno: queda dicho; cumplo con lo prometido,
nada más.
Pero
sobre todo, insistió el viejo profesor en que les contara a ustedes sus
vivencias en el Mayo francés del 68,
y aunque no me lo creo, de que este hombre haya sido el autor de muchas frases
célebres escritas en esa época turbulenta, aquí las dejo como humilde vocero,
por ejemplo, la que supuestamente escribió en la universidad de Nanterre:
“Y sin embargo todo el mundo quiere respirar
y nadie puede respirar; y muchos dicen “respiraremos más tarde”. Y la mayor
parte no muere, porque ya están muertos”.
Insiste
el profesor Restituto Altamirano que no me conforme con esa frase escrita por
él, sino que cite otras, al parecer también de su propio puño y letra mediante
graffitis, aparte de en Nanterre también en Odeón y La Sorbona: para darle
satisfacción al hombre viejo y majadero, aunque con todas las reservas del
mundo de que sea él su autor, sin
remedio, aquí quedan:
―“La imaginación toma el poder”.
―“Sean realistas: pidan lo imposible”.
―“Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre”.
Cuánto
habla y cuánto sabe el profesor Restituto Altamirano. Cuánto ha vivido. Cuánto
se equivoca, según el parecer del confundido Antuán Constantino, cuando dice
que no existe el amor, sino la ilusión. Cuánto se jacta al afirmar que las
mujeres son como aves de rapiña. ¡Qué barbaridad!
Aunque
no deja de ser un hombre muy peculiar el profesor, con su ironía permanente, y ahora, ahora
mismo recuerdo un diálogo que me contó y sostuvo el propio Antuán Constantino
con él:
Le preguntó el bueno de
Antuán:
―¿Aún hace usted el
amor, profesor?
―Yo ya no hago ni el té,
amigo mío —contestó.
Como mensajero de Antuán
Constantino, Helga Tarbonano, Magdalena la Magna , Clarita, Ramón el barbero, Carmela la Dichosa y los demás, en su
nombre, es un placer para ellos y para mí estar aquí con todos ustedes, esta
noche, para debatir sus vidas, sus existencias como seres humanos bajo el
título de “Una rosa en la penumbra”.
Me
gustaría terminar esta introducción, ante ustedes miembros del Club de Lectura
Dolores Campos Herrero, con una de esas frases del Mayo del 68, gracias al beneplácito de Antuán Constantino y Helga
Tarbonano, el asentimiento de Magdalena, la Magna , y a petición, claro está, del profesor don
Restituto Altamirano de las Cuevas:
―“Decreto el estado
de felicidad permanente”.
23 abril, 2013
Retazos VI
“La mujer y su laberinto”
La mujer se
perdió en su particular laberinto, olvidándose del amor que se fraguaba en su
corazón, buscando unos cimientos equivocados.
“Tun, tun”
Tocó el hombre en
la puerta, a sabiendas de que la muerte no contestaba.
“Los vientos y el eco”
Silbó llamando a
los vientos de su amor, pero ya el eco se los había tragado.
“No bastan los recuerdos”
El pobre
pensador soñaba que aún era feliz con los recuerdos, pero no bastaban.
“El virginio y la mirada”
Tras su
virginio, la pena, y tras su mirada, la lástima de su existencia, por todo.
“La carta”
Esperaba la carta que descubriera su ilusión perdida.
“Los cigarrillos”
En sus
cigarrillos vio el humo de sus pensamientos, la brasa de su amor perdido y la
ceniza de sus cenizas.
17 abril, 2013
El hombre de la corneta y el cornetín
¿Lo es? ¿El qué? Alegre y feliz. ¿Por qué lo dice? Siempre está con una carcajada perenne, cuando no tocando esa corneta o el cornetín. Y borracho. Bueno, eso también. Yo fui corneta de militar. Ahora lo comprendo: quizás añora esos tiempos. Tampoco, no crea: era el último mono. El primero dirá: daba órdenes, por los menos, a golpe de resoplido. ¿Yo, órdenes?: ¡si era un mandado! Me da que ahoga sus penas de esa manera. ¿Y a usted qué le importa? No pretendía ofenderlo. No, si no me ofende. ¿Entonces? Cada cual gira sobre el pie que le da la gana. Ya: pero usted gira siempre sobre el mismo. Puede ser. ¿Tiene amada? ¿Y eso qué es? Hombre, una mujer a quien amar y que lo ame. ¿Existe eso? Sí. Yo nunca lo he vivido. Quizás porque sólo piensa en tocar la corneta y el cornetín, carcajearse sin motivo y beber a discreción. Pero sí conozco el desamor. ¿Cuándo fue eso? Hace unos días. ¿A esta edad tan tardía? ¿Y por qué no? Pensaba que había sido de joven. No: ha sido ahora. ¿Pretende a alguna mujer y lo rechaza? Así es. ¿Por qué cree que es así? Porque ya yo soy viejo y ella es mucho más joven que yo. ¿Y si es porque toca la corneta y el cornetín? No lo creo. ¿Es bella? ¡Es linda la jodida! ¿Ya practicó con ella el toque de retreta? Y casi el de silencio. No debe perder las esperanzas: yo le ofrecería el toque de diana, para despertar su amor. Me parece un imposible, la verdad. ¿Cómo es ella? Ya le dije que linda la jodida, muy linda y además hermosa. ¿Ríe? No, apenas sonríe. Pues no ría usted tanto, hombre. ¿Y por qué debería hacerlo así? A lo mejor es eso lo que no le gusta de usted. Es mi edad, estoy seguro. También se puede tratar de que aborrezca su corneta y el cornetín, y el que usted beba tanto. Pues no debería: cuando ofrezco sus toques me siento importante y feliz, y cuando bebo duermo con las estrellas. Pues más feliz e importante se sentiría acariciándola a ella. ¿A la corneta? ¡No, hombre, a su amada! No tengo costumbre. Siempre se aprende a amar, amigo. ¿Está seguro de eso? Convencido. Ayúdeme, entonces. ¿Está dispuesto a que lo haga? ¡A sus órdenes! ¿Qué le parece un toque de marcha para empezar? ¡Lo que usted ordene! … Me ha gustado. ¿De verdad? Sí, mucho, pero tiramos los instrumentos ya. ¡Buf!, es difícil: no dejan de ser parte de mí, de mi vida. Y tomamos agua. ¡La madre que parió! Retire las cervezas y dos vasos de agua, por favor. Espere que me tome el último buche. ¡No! ¿Por qué no? Porque para conseguir el amor hay que poner sacrificio. ¿Y no hay amor sin sacrificio? Jamás. ¡Pues vaya leche! Tampoco es tan difícil. ¿De verdad? Así es. Si usted lo dice. Aparte de linda, ¿cómo es ella? Dulce y alegre, me da. ¿Tiene una mirada limpia? Como el cielo iluminado por el sol. ¿Le parece una buena persona? Acrisolada. Las perspectivas son muy buenas. ¿Usted cree? Sí: seguro. Estoy entusiasmado. Pues sigamos. Sí, por favor. ¿La ama de verdad? Como a la primera luz de cada día. ¿Qué daría por ella? Todo. ¿Seguro? No lo dude usted. ¿La vida, por ejemplo? ¡No me joda usted! Quiero decir, hombre de Dios, que si sacrificaría todo por ella. Si le parece poco sacrificar el cornetín, la corneta y la cerveza. ¡Eso son cosas nimias, hombre! Diga, diga usted. ¿Lloraría por su sufrimiento? Sí. ¿Sufriría con su sufrimiento? Yo creo que sí. ¿Perdería su salud por la salud de ella? A lo mejor. ¿Tanto la quiere? La amo como nunca he amado a nadie, porque a ninguna mujer he amado. Bueno, ya casi terminamos. ¿De verdad? Sí. ¿Y qué más? Sólo nos queda resolver una cuestión. Usted dirá. La más importante, quizás. ¡Buf! Me la tiene que presentar para yo hablarle de usted y que sepa la verdad de su amor. ¿Es necesario? Sin duda. No sé qué decirle. ¿Dónde está ella? En mi pensamiento, amigo: sólo en mi imaginación.
03 abril, 2013
La palabra y el mirlo
Lugar: Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés
Las Palmas de Gran Canaria
Día: 1 de abril de 2013
Hora: 19.00
Ante un auditorio como el de ustedes, lleno de sensibilidades e ilusiones, donde todos van en busca de la palabra exacta para dar vida a unos personajes, no es fácil comenzar, ni muchísimo menos.
Me
ha pedido el amigo Santiago Gil, director de este taller de escritura, que
trate hoy para ustedes temas que respondan a ¿cómo se escribe?, ¿cómo escribo
yo?, ¿cómo se escribe una novela? y hasta que hable de La novela según Antolín Dávila y transmitir mi forma de escribir.
A
fe que la petición es harto complicada y que las opiniones que les vaya a dar a
ustedes sobre tales interrogantes pueden resultar más o menos convincentes
porque, sin duda alguna, no hay un esquema exacto para escribir una novela ni
creo que autor alguno lo haya encontrado, pues la creación de una novela es tan
imprevisible como la vida misma, cada vez que uno se dispone a contar una
historia.
Puestos
a la tarea, intentaré transmitirles mi experiencia de la mejor manera posible,
sin establecer unos principios que, por desconocidos siempre, no son reglas
preestablecidas, necesarias y efectivas: no hay ningún tratado exacto para
escribir, al menos para escribir narrativa, entre otras cosas porque cada autor
también es un mundo diferente.
Podría
empezar, por ejemplo, hablando gracias a la poesía, más bien de dos versos de
un poema que no he logrado encontrar, cuyo autor soy yo mismo y del que un
renombrado crítico literario llego a decir que era un magnífico poema (escrito
está de su puño y letra), pero que vienen al caso que nos ocupa hoy, porque es
la palabra la única herramienta necesaria para afrontar el supremo acto de
escribir:
Palabras:
Saco de cintas en la
oscuridad.
Pero
mejor que recurramos a palabras más doctas que las mías, a palabras certeras
que despierten la sensibilidad de todos nosotros, y nada mejor que las de un
poeta como Octavio Paz: adentrémonos entonces en su breve poema Hermandad, donde mediante la palabra,
sus palabras, nos viene a decir que somos escritura, ni más ni menos:
Soy hombre: duro poco
y
es enorme la noche.
Pero
miro hacia arriba:
las
estrellas escriben.
Sin
entender comprendo:
también
soy escritura
y
en este mismo instante
alguien
me deletrea.
Cuánto dice este hermoso poema
de Octavio Paz acerca de la importancia de la escritura, de transmitir
sensibilidades a través del acto de juntar palabras, una a una, hasta llegar al
momento culminante de conseguir un todo capaz de conformar un universo lleno de
vida y de interioridades, como si la existencia de los seres humanos no
surgiera del seno materno, no, sino de la palabra escrita.
Es
ese nacimiento, es ese acto de parir palabras el resultado final de escribir
una novela, por ejemplo. Quizás, más bien estoy convencido, de que los
novelistas no somos otra cosa que unos ilusos con la única intención de hacer
un mundo distinto, pero a nuestra medida, entonces con ello no sólo mostramos
nuestro inconformismo con los actos de los demás, sino con la vida misma.
Partiendo de esta premisa, podríamos concluir que el novelista es un hombre o
una mujer que sufre, que su vida no pasa en balde, que cada uno de sus actos y
los actos de los demás le suponen un padecer que luego, más tarde, ante el
papel en blanco, tratará de hacerlo suyo, a su medida, para bien o para mal,
pero a su medida.
Entremos a continuación en la
novela y en el novelista, después de esta introducción un tanto poética.
Para
empezar, quiero decirles que yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo.
Millones de poemas y de novelas se escriben en la barra de un bar, pero todos
se esfuman en palabras vacías e incoherentes que se las llevan los vahos o el
viento.
Entonces
ustedes me podrán decir: bien, tú no crees
en la inspiración, pero cómo empiezas, de dónde parte tu idea central para
comenzar y continuar creando ese universo novelesco.
Pues
parto de una intuición, de cualquier acto humano real o imaginario que nos
ocupa la mente en un momento preciso, pero con el significado suficiente para
sustentar una idea que luego se irá desarrollando con el tiempo, paso a paso,
lentamente, como la vida misma, minuto tras minuto, días tras días, año tras
año, hasta crear unos seres y unas vivencias nada diferentes a las del mundo
real, pero sí peculiares, con un sello distinto que no es otra cosa que el cuño
del autor, su estilo, entonces diferente a todo lo demás: ¡es la grandeza de
ser novelista!
Pues
hablemos de esa intuición, aunque antes recordarles que, desde el punto de
vista filosófico, intuición es la
percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como
evidente a quien la tiene.
Les voy a poner un
ejemplo, que me ha ocurrido hace muy poco, en una de esas caminatas diarias que
ya uno tiene que empezar a dar para cuidarse un mínimo y que he plasmado en mi
blog mediante un microrrelato.
Bajaba
la escalinata de acceso a un parque de esta ciudad. De repente, delante de mí,
dos chicas relativamente jóvenes: una agarrándose a la barandilla y la otra
sujetando a la primera. Prácticamente paradas en el centro de la escalinata.
Bajé más despacio, siempre tras ellas, porque intuí que allí había algo,
ocurría algo distinto, sobrenatural para un novelista que pasaría desapercibido
para cualquiera que no tuviera esa percepción íntima, y, enseguida, se produce
el acto natural y el despertar y la intuición del escritor: la chica que iba
agarrada a la barandilla intentaba a duras penas bajar un escalón, y da un paso
y lo consigue, y da el siguiente paso ¡y lo consigue también!, para gozo y
disfrute de ella misma y de su compañera o hermana que aplaude y grita ¡bien!, ¡bien!, lo has conseguido!, ¡te quiero!, y el escritor se
estremeció, vio allí una novela o un simple microrrelato que escribió enseguida
y colgó en su blog desde que llegó a su despacho bajo el título Un escalón más, cariño:
Con su angustia vital
a cuestas, el hombre dejó de estarlo, cuando vio a la pobre muchacha celebrar
cada escalón que lograba bajar a duras penas.
Eso no es inspiración, sino
intuición: una minusválida, una amiga o hermana, un cariño, un desprendimiento,
una ilusión, un logro. Y no es que llevara el escritor ninguna angustia vital a
cuestas, tal vez las normales, pero supo captar el hecho novelesco que allí se
producía, la sensibilidad que allí afloraba y que él transmitió de otra manera,
a su manera, más o menos cercana a la realidad, pero marcada con su cuño de
escritor.
Pues
así han ido surgiendo mis libros de cuentos y cada una de mis novelas a lo
largo de los años, con mayor o menor acierto, con ediciones de pena o más o
menos decentes, con mayores o menores reconocimientos, como el comentario de un
colega bien reconocido, al manuscrito de mi primera novela, que yo considero
una eyaculación precoz (Una orla para
todos), diciéndome algo así como tengo
tres novelas publicadas, pero ya me gustaría a mí tener la madurez literaria
que tienes tú, o aquel otro, docente y viejo empedernido lector, que me
dice tengo tu novela El cernícalo en mi
librería junto a las cuatro novelas que más me han gustado en mi vida (por
cierto, sale la segunda edición de El
cernícalo estos días); pero lo verdaderamente importante es que esos
universos novelescos están ahí, simplemente, están escritos y cualquiera, más
tarde o más temprano, podrá revivirlos, sentirlos, compartirlos, por eso es tan
importante escribir.
Es
evidente que cada autor tiene su forma de proceder, sus maneras a la hora de
enfrentarse ante el papel en blanco, incluso sus manías mientras se adentra en
ese universo novelesco que intenta parir y que mientras va creciendo es cada
vez más suyo, sólo suyo por el momento, pues lo puede manejar a su antojo.
Yo,
por ejemplo, necesito música para escribir, a un volumen considerable, por dos
razones evidentes: la primera, porque me aísla del mundo real y, la segunda,
porque permite que me transporte a ese otro mundo que es el mío propio y me
abandone a él sin cortapisas. Lo curioso es que esa música no es variada, sino
siempre la misma pieza, a lo sumo dos, que se repiten de manera incansable y me
ponen en trance, en el que yo suelo denominar “trance novelesco”.
Un
ejemplo podría ser con mi última novela publicada, Una rosa en la penumbra, donde pude escuchar en cientos de
ocasiones, si no miles, Hotel California
de Eagles y el Nocturno de Chopin, dos obras musicales
muy distintas por sus ritmos que me permitían estados diferentes a la hora de
crear, favoreciendo en mí ánimos distantes y contradictorios a un tiempo.
El
hermoso acto de escribir una novela es unos de los placeres más excelsos que
puede disfrutar el ser humano. Bien es cierto que, en ocasiones, cuando los
personajes no caminan por sí solos, no han conseguido ser ellos mismos con una
autonomía propia, escribir se puede convertir en un sufrimiento horrible, pero
que se compensa desde que los mismos tienen vida propia, utilizan al escritor
como mero conductor de ese universo novelesco que uno ha logrado crear, que
viene a ser, al fin y al cabo, cuando el escritor se da cuenta de que hay
novela, porque hasta entonces nada se puede afirmar, y eso no ocurre hasta que
no se han superado al menos las 50 páginas en la mayoría de las ocasiones.
Cierto
es que a lo largo del tiempo, mientras uno va publicando, puede distinguir que
el proceso de la escritura no es el mismo en cada uno de las novelas. Así, en
mi caso, puedo decir que en mi primera novela, Una orla para todos, la trama y el argumento en sí salió a
borbotones, las historias de los personajes se superponían y trataban de
anularse unas a otras hasta que se conformó un todo, de ahí que yo la tache de eyaculación precoz,
aunque echándole un vistazo estos días, para escribir estas palabras, pienso que
con una edición decente y revisada no creo que desmerezca nada.
Una
de las cosas que he percibido estos días también, a la que le he dado bastante
importancia, es la influencia del medio físico donde se desenvuelve la vida del
escritor, y me explico: no se es el mismo escritor cuando se vive en el mundo
rural que en el urbano. Por ejemplo, en mi trayectoria, las dos primeras
novelas son eminentemente rurales, tal vez porque yo me desenvolví en mi
infancia en el mundo rural y en contacto permanente con la naturaleza.
El cernícalo, Premio de Novela Benito
Pérez Armas de Edición 1988, cuenta con unos personajes que desarrollan sus
vidas junto a la naturaleza y por ella se ven condicionados, aunque no sólo
condicionados, sino que son todos, hombres y mujeres, parte de ella. Por otro lado, es curioso como he podido
deducir, después de revisarla unos meses atrás para su segunda edición, el
cambio tan drástico que ha dado nuestra sociedad, sobre todo en cuanto a la
igualdad de género. Y me quedo con unas palabras que le dijo un monje a don
Arturo, el maestro: La mujer, muchacho,
es como el azúcar de mala calidad, que se disuelve cuando le parece.
Personajes
como Roquito Sánchez o don Leoncio, el médico, serían hoy los prototipos de
hombres machistas, capaces incluso de maltratar a cualquier mujer, y todo
porque lo que imperaba era una consideración superior del hombre respecto a la
mujer, sobre todo en el mundo rural, cosa que hoy ha ido desapareciendo
afortunadamente, aunque no tanto como quisiéramos, tal vez.
El
autor fabula a su antojo, pero no es menos cierto que se ve constreñido por el
ambiente en que se ha desvuelto en la vida. De ahí que una novela rural como El cernícalo, hoy se podría ver como una
obra machista, cuando era la realidad de veinticinco años atrás, el tiempo que
ha pasado desde que fue publicada por primera vez.
El
mundo novelesco de El cernícalo es
capaz de trasmitir la pobreza de espíritu de los seres que lo conforman, como
los mencionados Roquito Sánchez y el médico don Leoncio, el niño Moisés y sus
padres Cristóbal Galindo y Adelaida Sánchez, el maestro don Arturo y su colega
la señorita Marina, y cómo no y sobre todo Pascualito, llamado también el Brillantito por lo limpio que era.
Las
novelas se saben como empiezan, pero nunca cómo terminan:
Nació tan muerto de hambre que nadie pudo olvidar el día que llegó al
mundo: desde que la partera le dio la nalgada de la vida y hasta veintiún días
después, Moisés no dejó de llorar un solo instante. Al vigesimosegundo día, una
vez amamantado por la burra propiedad de su abuelo, que había parido unos días
antes, transcurridos dos minutos sin escuchar su llanto, todos creyeron que
había muerto reventado y, ni su propia madre se atrevió a acercarse, por temor
a que resucitara. Sin embargo, el contento de todos se acabó a las tres horas y
cinco minutos en punto, tal como su abuelo contaba mientras le duró la vida,
cuando Moisés, con un chillido terrorífico, interrumpió aquel velatorio de
satisfacción e incertidumbre al mismo tiempo.
—¡La madre que lo
parió!
¿Cómo
empiezo una novela?, querrán ustedes saber.
Pues igual que puedo iniciar un cuento o un microrrelato, de una manera muy fácil:
una palabra y una intuición. No es la primera vez que acudo al diccionario, lo
abro y encuentro una palabra que me gusta y con ello busco la intuición, la
aplico a un ser imaginario y fabulo, en ocasiones construyendo una frase con
mayor o menor sentido, pero que, enseguida, adquirirá una forma y transmitirá
un pensamiento vivo y completo distinto de la simple realidad.
Por
ejemplo, encontramos la palabra “sala”, porque en la sala Ámbito Cultural
estamos, y escribimos:
En aquella sala que servía de taller no
había un solo tornillo, ni un mísero alicate, pero sí mucha gente que rebuscaba
en sus cajas de herramientas repletas de palabras y hasta de ilusión.
Mi tercera novela, por ejemplo,
se fundamenta en un macropersonaje que viene a ser una simple calle ciega,
donde al fondo se halla una iglesia y una casa de prostitución con paredes
medianeras.
Protagonistas
como el gaucho Benedetti, su esposa y su hija Marilina Benedetti; doña Casilda
de los Montenegros o el cura don Facundo; Chona la Alimentación o sus chicas la
Palangana, la Chocha, la Adoratriz, la Manita Ligera y la Matadora; el mismo
Ricardo, el Kéfir, o don Roque Fuentes, el viejo militar chusquero conocido
también por el Gran Göring; todos y ninguno son parte importante y sostén de la
calle de la Concordia.
En
esta novela, en gran medida, me abandoné a la catadura de cada uno de los
protagonistas, hasta el punto de que la fabulación llegó más allá de ellos
mismos, conformando a la propia calle como el gran personaje y paraguas donde
se guarecían las miserias y mezquindades de todos, que no eran pocas.
Qué
importante es, a la hora de escribir, dejarse llevar por los personajes, sean o
no de carne y hueso. Así como fue la naturaleza quien lo abarcaba todo en El cernícalo, ahora es una calle de mala
muerte, La calle de la Concordia, la
que deja de ser escenario para convertirse en personaje y dominarlo todo.
Ustedes
podrían preguntarse si el autor es capaz de proponer desde el principio de su
obra ese carácter frío, realzando primero una cosa u objeto antes que a un
personaje que habla y respira y sueña, siendo capaz que eso material destaque por
encima de los protagonistas de carne y hueso.
Pues
sí, ya el autor desde el comienzo de la obra, propone que va a ser la calle y
no sus habitantes quien va a dirigir los destinos y la vida de los demás.
Así
comienza la novela: Nadie sabía por qué
la denominaba así, con aquel nombre que despertaba la curiosidad de cualquier
desconocido, aunque lo realmente cierto, a lo largo de su existencia —comentaban
que podía estar allí antes de la propia Creación—, apenas algún que otro
visitante llegó a conocer su identidad. Parecía como si aquella denominación,
tan lejos de la realidad que allí se vivía, fuese de uso exclusivo del viejo
cartero de la zona y de los que allí residían…
A veces nos enamoran los
personajes de nuestras novelas. Bien es cierto que al comenzar una obra poco o
casi nada está previsto, porque el discurrir de la escritura te va llevando por
veredas desconocidas, cuando no equivocadas o incluso incómodas, pero cuando
surgen esos personajes que te enamoran el acto de la escritura en sí mismo se
convierte en excelso, además de apasionante.
A
ustedes, que comienzan esta aventura de escribir, me atrevo a sugerirles que
cuando creen un personaje y se percaten de que él puede más que ustedes, que
camina solo, que lo que pretende escribir el autor es contradictorio con el
parecer del personaje, entonces es el gran momento de abandonarse a él, y
entonces también es cuando sabrán ustedes que tienen personaje y probablemente
novela, porque nada es más perjudicial para la obra que percibir un personaje
contradictorio no porque lo sea por sí mismo, sino porque el autor ha escrito
forzado por sus intereses espurios, es decir, quiere escribir una historia sólo
suya y no la que le va ofreciendo el devenir del hermoso acto de escribir, de
crear.
De
mi experiencia les puedo contar algunas anécdotas acerca de los personajes que
he ido creando a lo largo de mi trayectoria novelística, pues quizás les pueda
interesar.
Para
empezar, comentarles que a medida que avanza la historia de la obra este
novelista comienza a tener dos vidas, a veces paralelas, pero en otras
ocasiones incompatibles, pues la realidad de mi día a día queda arrinconada
para convivir con las otras existencias de mis personajes: a veces te hurtan la
realidad, y eso es bueno, hasta que terminas la obra y la desechas por
completo, porque sale de tu vida para no encontrarla jamás, es decir, pasa a
ser parte del lector.
Podría hablarles del ya nombrado
Roquito Sánchez, de El cernícalo, un
hombre déspota y maligno, que murió como vivió, y del infeliz de su yerno,
Cristóbal Galindo, incapaz de afrontar el desprecio de su suegro; también de
Ramón Trujillo Castro, el protagonista de la novela El roble del olvido, un hombre marcado por las palabras de un padre
rudo (Hijo mío, tu llegada a esta vida ha
sido el mayor error que he cometido); pobre de nacimiento, ambicioso,
contradictorio, sin escrúpulos a la hora de utilizar a los demás para conseguir
las metas que se había propuesto, menospreciando incluso los sentimientos de
quienes le amaban, hasta que se convierte en diputado de las primeras Cortes
Generales y logra empuñar el arma que tanto ansiaba, el poder, para dar
satisfacción a su resentimiento; o de Alguien
cabalga sobre su seno como Juan, el Machete, y Eustaquio, el jorobado, que
al parecer llevaba en su corcova a un hermano gemelo que nunca llegó a nacer;
pero sobre todo, no quiero dejar de mencionar, a los dos personajes que más me
han enamorado de lo escrito hasta ahora, hasta el punto que nunca se me había
ocurrido repetir un personaje en una próxima novela que está por escribirse y
con ellos sí: les hablo de mi última novela, Una rosa en la penumbra y de sus personajes, el insigne profesor
don Restituto Altamirano y la mujerona prostituta doña Magdalena, la Magna,
aunque bien es verdad que no sería justo olvidarme del pobre solterón Antuán Constantino y su bella amada Helga
Tarbonano:
Y la mujer, la particular diosa de aquel
hombre enamorado, después de aclararle que no se relacionaba sólo con él y con su
marido, de afirmarle sin cortapisas que había otros hombres en su vida, dejando
allí un poso de sufrimiento amoroso, desapareció en dirección contraria al
cementerio adonde iban a enterrar a un amigo…
El mirlo y las palabras
Estaba el hombre ante un
auditorio muy especial, pues todos ellos, hombres y mujeres, parecían gente
peculiar, y no porque fueran bien o mal trajeados, ni siquiera porque cada uno
mostrara un gesto diferente, pues era lo más normal, sino porque se traslucía
en sus miradas que buscaban algo más allá de ellos mismos, un interés por la
vida diferente, y a fe que parecía cierto.
—¿Quiénes
son? —preguntó el recién llegado.
—Gente
que le gusta escribir —contestó una mujer bien parecida.
—Escribir.
Escribir. Escribir —se dijo el hombre—. Está bien eso —abundó.
Y
se sentó con ellos y se puso a pensar, y a mirar y remirar pasando una y otra
vez por cada una de las cuatro esquinas de la sala, hasta que decidió allí
mismo ser también escritor, porque tendría que ser maravilloso crear historias
que otros podrían hacer suyas.
—¿Usted
quién es? —le preguntaron al hombre.
—Yo
también quiero ser escritor —replicó.
En
el mismo instante, un mirlo entró en la sala por la ventana que estaba abierta,
para susto de los presentes, y lo curioso es que se fue a posar sobre el
micrófono que presidía la mesa.
Primero
se escucharon un grititos de miedo, luego unas risas sofocadas, más tarde una
alegría inusitada en algunos y, finalmente,
un silencio sepulcral y todas las miradas clavadas en el ave.
El
mirlo escrutaba el ambiente. Bajaba y subía su pico amarillo una y otra vez,
como si asintiera algo, quizás el respeto que le estaban profesando todos los
presentes, ¿por qué no?
Una
chica con gafas de montura roja pensó y se dijo para sus adentros que el mirlo llegó, miró y saludó a los
presentes con un gesto de humildad. Por el contrario, un hombre calvo que
estaba cerca de una columna susurró algo así cómo esto es un mal presagio, si yo lo sé vengo, porque ya he tenido
bastante por hoy.
Las
respiraciones de los asistentes se podían percibir. Alguien apagó una de las
tantas bombillas que allí había encendidas. Nadie tomaba una decisión.
El
hombre que daba la charla espetó para sí mismo ¡maldito pajarraco!, mientras que una chica joven y bella musitó qué cosa más linda, Dios mío, al tiempo
que una señora de cierta edad susurró a su compañera más cercana qué me está mirando a mí, el muy pícaro.
Más
bien distraído, un jovenzuelo estudiante no se le ocurrió otra cosa que pensar
en comprar una escopeta de aire comprimido porque
a mí me gusta la caza y seguro que no voy a fallar, maldito sea, y hasta quizás
quede bien ante todos alabando mi puntería, muy al contrario que una señora
de cierta edad que en voz muy baja dijo qué
feo es, pero me gustaría llevármelo a mi casa y darle de comer, porque estará
hambriento, el pobrecito.
Y
cada uno de los futuros escritores pensaba, musitaba, susurraba o espetaba algo
distinto, pero intentando darle un tono peculiar a sus palabras, un estilo
diferente, porque entonces no serían ni aspirantes a escritores.
Al
fin, el mirlo despegó el vuelo y salió por donde mismo había entrado, aunque
dejando tras de sí una montaña de fabulaciones que no iban a desmerecer en
absoluto cuando fueran todos capaces de plasmarlas en un papel, porque por algo
estaban dispuestos a parir hermosas historias que serían parte de ellos mismos
y luego de quienes las leyeran.
Qué
hermoso es escribir, amigos y amigas. Los animo a que sigan haciéndolo, a que
continúen cultivando el acto de explorar con las palabras la existencia propia
y las ajenas, hasta llegar al sumo momento de crear un nuevo universo,
novelesco por supuesto, más o menos lejano de la realidad que nos tocado vivir,
pero siempre con el sello propio del autor que ha sido capaz, en su soledad, de
crear nuevas vidas para transmitirlas a otras vidas más verdaderas que
desempeñan el papel de lector.
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