15 diciembre, 2015

Felicitación Navidad 2015


  
(Ilustración: Detalle de Los Fusilamientos/Goya)


Son días de ira. Todo lo contrario, creo: estos días son de paz. ¿No percibes el ánimo del mundo? Bueno, en cierta medida sí. Igual decido a partir de ahora hablar lo menos posible, o nada. ¿Por qué? Tengo la sensación de que todas las palabras están vacías. Tampoco será para tanto, hombre. ¿Te cuento la historia que me atormenta? Como tú quieras. Mira, la a le dice a la be que quiere amedrentar a la ce, cuando todos saben que la de, en connivencia con la e y gracias a la osadía de la efe, un día como éste en la casa de la ge, decidieron acabar con la vida de la hache, la i, la jota y la ka; por otra parte, dicen que la ele, al enterarse del plan, descargó contra la eme todo su odio, pero ésta se propuso no despertar más rencores, si bien, poco después, montó en cólera al enterarse de que la ene, y tal vez la eñe, estaban dispuestas a empuñar las armas, porque presentían que la o, de acuerdo con la pe, la cu y la erre, habían decidido sembrar la violencia aunque le costara la vida a la inocente ese y a la buena de la te; al final, todas, sin excepción, incluidas la u y la uve, armadas hasta los dientes, decidieron sembrar el dolor y la muerte, sin embargo, la equis abrazó a la ye y la zeta a las dos, buscando la comprensión, el amor y la solidaridad de sus semejantes, aunque de nada les sirvió su hermoso gesto, porque al final, lo único que imperaba, también en el mundo de las grafías, era el poder. ¡Estás loco! No hablo nunca más; sólo me queda decirte algo: ¡feliz Navidad!

                                                                         Antolín Dávila
www.antolindavila.com       


                                                       

06 agosto, 2015

Conversaciones en la trastienda (5)


(Ilustración: Mujer joven en el espejo/Giovanni Bellini)


                                    Ay, las desdichas del ayer


Siempre tan comedida. Nunca había pisado esta trastienda. Ya lo sé, pero como con todo, una vez es la primera. ¿Me puedo sentar aquí, frente al espejo? Sí, muchísimo más deseable: así te veo por partida doble. ¿Es un cumplido? No: una simple realidad. Se ha hablado tanto de este lugar, cuántos comentarios escuchados, que siempre he estado temerosa de que algún día me invitaras, como lo has hecho ahora: espero no arrepentirme. No vas a tener un porqué. Aunque a fuerza de ser sincera, te puedo decir que desde joven, me ha llamado mucho la atención este sitio, sobre todo porque me preguntaba qué harías tú aquí con la gente que a menudo solías invitar desde tantos años atrás, incluso antes de morir tus padres, un muchacho apenas. Sí, es verdad: te podría decir que aquí he escondido mi vida, desde niño. ¿Escondido o aireado? Tal vez las dos cosas, sí, pensándolo bien, pero sobre todo este lugar me ha permitido vivir con intensidad cada uno de los pasos en que he ido volcando mi existencia. ¿Con hechos? Desde luego que con hechos, aunque la mayor parte con palabras, al fin y al cabo, la manera más perfecta de proyectar y sostener una vida. ¿No dicen que las palabras se las lleva el viento? Todo lo contrario, amiga: las palabras rezuman cada una de nuestras vivencias, y las hace perennes, gracias a la memoria. ¿Todas las palabras? Si no todas, al menos las que te llegan al corazón, que son las importantes, y las que caen en el pozo del sufrimiento, que te suelen marcar de por vida. Qué trascendentales nos estamos poniendo, ¿no? Tal vez porque este encuentro no ha llegado en su debido momento. ¿Tú crees? Estoy convencido; aún te recuerdo cuando venías a comprar, siempre presumiendo de tus largas trenzas, unas veces tiradas sobre la espalda y otras resguardando tus senos. Te ruego que no sigas por ese camino, por favor. El tiempo pasa, pero las sensaciones agradables quedan, se estancan en la memoria, igual que las palabras como te dije antes. ¡Cuántas historias de amor no habrás vivido entre estas cuatro paredes! Menos de las que piensas, puedes estar segura. Siempre te percibí como algo inalcanzable, alguien a quien quise conocer y jamás me atreví a dar el paso necesario. Tú también fuiste para mí, primero de niña y después ya de mujer, un tanto singular, yo diría que una persona inaccesible, pues siempre encontraba como que había una barrera infranqueable entre los dos, sin motivo aparente. Bueno, las cosas de la vida. No creas; piensa en las cosas de los sentidos, de los dobles sentidos que nos cuidan de los peligros que acechan sin poderlos evitar. ¿Peligros? Sí, sin duda: la atracción personal es el mayor peligro ante el que se puede enfrentar el ser humano en sus convivencias diarias. No debería ser así, ¿no te parece?; es más, tendría que ser todo lo contrario. Quizás; puede ser, amiga; sin embargo, pienso que es algo así como hacer frente a lo imprevisto, más bien ser cauto ante lo susceptible de no poderse dominar. ¿Estamos hablando del amor? Mejor de cuando la atracción es amorosa, sin duda. No vine a tu trastienda para hablar de esto, entre otras cosas porque nos hallamos ante un terreno minado para los dos, además de irreversible, y que ahora con esta conversación se nos están confirmando, haciendo palpables, todos nuestros buenos o malos presagios. Cierto, querida: sin saberlo, hemos asfixiado nuestros sentimientos durante años. No creo que sea así, todo lo contrario: con caridad te digo que ha sido a sabiendas, y yo sin apenas darme cuenta, pero a sabiendas; de todas formas, creo que debería levantarme y salir de esta trastienda cuanto antes. Espero, deseo sobre todo, que no sea esta la primera y la última vez que acompañes mi soledad. No creo que tú hayas conocido jamás la soledad, hombre de Dios; ¡mira que hablarme a mí de soledad! Aún podremos tener hijos, querida: ¡siempre hay tiempo para el amor! También para el odio, no lo dudes. Acaso, acaso ¿me odias? ¡Con toda mi alma!, ¡con todo mi corazón! No te entiendo, amiga: necesito una explicación. Que las paredes de esta trastienda te la den y que el espejo donde nos reflejamos ahora mismo transmita las imágenes de quienes han estado aquí antes que yo. Recuerda, o escucha: nunca debe ser tarde para nada, y menos para el amor. No, escucha tú: el tiempo pasa, pero las lágrimas nunca se secan, porque una a una se van estancando en el corazón, sobre todo cuando te han ignorado de manera lacerante, sin compasión.  


27 julio, 2015

Conversaciones en la trastienda (4)



(Ilustración: Les Alyscamps/Paul Gauguin)


Los colores del sentir


Siempre lo he pensado. ¿A qué te refieres?  Lo tengo claro. No te entiendo. Es del color de las paredes de esta trastienda. ¿De qué me hablas? Del silencio. ¿Quieres decir que el silencio tiene color y, además, es amarillo? Sí, sin duda alguna. ¿Estás bien?: ¿en tus cabales? Nunca he estado mejor. Bueno, si tú lo dices; aunque me vendría de perlas una explicación, por mínima que sea, porque me haces sentir incluso un poco tonto. Es normal. ¿Ah, sí?; ¡caramba!; desde luego, no me había percatado que mi mente es estúpida, porque hasta ahora no ha reconocido color alguno que pinte el silencio. Tampoco te molestes, amigo mío; hay cosas que se les escapan a uno, por muy evidentes que sean. ¿Evidente que el silencio tiene color? Sí, como el desamor, por ejemplo. Ah, que también tiene color el desamor; ¡joder!, me dejas asombrado; ¿y de qué color es el desamor?; dímelo, por favor, para no comprarme jamás una camisa igual. El desamor es de color negro. ¡Vaya!; pues hasta me parece bonito para lo que significa el desamor; sin embargo, no me pega mucho el amarillo para el silencio. Todo tiene su explicación, querido; a ver cómo te lo aclaro: el amarillo es llamativo, de modo que muy parecido al silencio, que también lo es; acaso, ¿no nos pasamos la vida hablando?, pues cuando no lo hacemos llamamos la atención, ¿o no?, parece como si estuviéramos un poco muertos, o perdidos, sin juicio aparente. ¡Caramba con esta trastienda!: ¡cuántas cosas aprende uno aquí dentro! No es el lugar, ni el ambiente que pueda haber, son los pálpitos de la vida, de cada uno, en este caso de mí mismo. Sí, quiero entenderlo. El otro día, y no te lo vas a creer, me topé con la ansiedad. Y tiene color, claro. ¿Te mofas de mí? ¡No, hombre!; pero si el silencio es de color amarillo y el desamor de negro, quiero pensar que la ansiedad también estará pintada; y por qué no, claro, a la vista de tu sabiduría. Aunque sé que no me estás creyendo nada en absoluto, no me importa, porque terminaré convenciéndote de lo que estoy diciendo: ya lo comprobarás cuando salgas de aquí y seas capaz de pensar. ¡Buf!; ahora hasta me asustas, amigo; pero fíjate, me voy a atrever: pintaré para ti la ansiedad, y a lo mejor hasta acierto. Al fin parece que te ha llegado la cordura. La ansiedad, sí, la ansiedad es de color rojo, seguro. No ves más allá, querido amigo, de un palmo de tus narices. ¿Ah, no es de rojo? No, estás confundido; no sé por qué me da que aún no has encontrado una explicación a tu existencia. ¡Joder! De rojo es el amor, hombre; no, si al final vas a ser tonto, y que conste que esto lo has dicho tú, no yo. ¿El amor de rojo?; ¡caramba, caramba!; pues si te digo la verdad, yo lo hacía blanco, blanco y puro con un toque cristalino. ¡La ansiedad sí que es de color blanco!; piensa un poco, ¡por Dios!; ¿en qué mundo vives o qué has hecho de tu vida en este mundo?; me resulta inexplicable que estés tan ciego, o seas tan ciego de la realidad de tu existencia. Dame una explicación, por favor, pues me estás hundiendo en la miseria: ¿cómo puede ser blanca la ansiedad? Simple y llanamente porque la pureza que encierra el blanco es inalcanzable, amigo mío, y todos tratamos de alcanzarla para encontrar la paz, pero nunca la hallamos, y eso se convierte en un sinvivir, y eso es la ansiedad mostrando su blancura, siempre presente como una novia también de blanco que jamás llega al altar, porque algo o alguien se lo impide. ¡Me vuelves loco!; ¡ya creo que estoy loco de remate!; ¡quiero acabar con esta conversación! Tampoco te lo tomes así. Dime, al menos, por qué el desamor es negro, y ni una palabra más. Porque se le ha apagado la luz al corazón, sin más. ¡Nunca más pisaré esta trastienda que ahora me parece inmunda! No me digas eso, amigo mío, que sabes bien de nuestro aprecio mutuo durante tantos años. Me voy, jamás volveré aquí, salvo que encuentre el color de mi alma, que no sé si será igual que el de la tuya.

05 junio, 2015

Retrato de treinta suspiros para una vida


Presentación libro: Todos sus cuentos
Autor: Víctor Ramírez
Lugar: Club La Provincia
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Fecha: 5 de junio de 2015

Para Víctor Ramírez

El hombre se acercó taciturno a la alacena, cogió la taza vacía que allí solía guardar desde mucho tiempo atrás y se dirigió a la cocina, donde se preparó una infusión de manzanilla, no porque le apeteciera, como de costumbre a la tardecita, sino porque tenía un salto en la barriga que no lo dejaba en paz, de nervios, seguro, ya que llevaba unas horas sonándole en la cabeza el aplauso que le regalaba mucha gente, de aquí y de allá, pero que no veía, y entonces le invadía una especie de regocijo un tanto inconcebible o más bien inexplicable, que lo desestabilizaba, porque él nunca quería que le reconocieran nada, menos su trabajo y su dedicación perennes durante tantos años, pues al fin y al cabo, si él escribía era en primer lugar porque le gustaba, en segundo lugar porque daba rienda suelta a su inconformismo y, en tercer lugar, porque tenía una obsesión vital desde muy joven por remover conciencias en pos de una vida mejor para todos y una sociedad libre sin cortapisas que pocos entendían.
         Suspiraba. Hablaba a solas sin parar, cuando no le daba por cantar alguna ranchera o un corrido mejicano. A veces se decía menos da una piedra, a lo mejor pensando que debía dar más de sí mismo, sin embargo, lo curioso, es que a viva voz pregonaba una frase que nadie entendía, tal vez él sí, una frase que después de muchas discusiones, los que le escuchaban convinieron que era al otro lado del otro lado, aunque nadie se ponía de acuerdo en su significado, en qué quería el hombre decir con ella, pues mientras unos comentaban que al otro lado del otro lado se hallaba la libertad, otros afirmaban que era el lugar de la mala conciencia de los que mandaban y más de dos y de tres estaban convencidos de que se trataba del rincón donde malvivían  los pobres, los marginados de por vida, lo malo es que el hombre rubricaba sus frases sueltas al viento con otra aún más incomprensible para todos, una frase más abierta aún que desataba mil y una especulaciones: pero como si no; pero como si no qué, pero como si no lo entendieran, pero como si no pudiera transmitir sus pensamientos a pesar de la lucha constante por hacerlo, pero como si no se diera cuenta nadie de lo que ocurría, pero como si no los mandones perdieran la conciencia de sus desmanes; ¡cualquiera sabía!
         Gemía apenas el hombre. Deliraba a veces. Miraba tras las rendijas de los amaneceres o en los huecos de la noche cerrada. Cantaba a escondidas. Sonreía en ocasiones sin ton ni son, quizás cuando encontraba una palabra que le iba a servir para transmitir a los demás sus alientos a través de la escritura, como un poeta, como el poeta que se alimenta de carroña si fuera preciso, como tantas veces había hecho él con sus grafías, echándolas a volar igual que si se tratara de palomas mensajeras, unas con olvidos y otras con recuerdos, lo mismo daba que se tratara de una Nochebuena que de una mala noche donde las pesadillas se lo comían por dentro.
         A pesar de todo, no se dejaba asustar el hombre por la vida, todo lo contrario, buscaba en ella los resuellos aquí y allá, y a fe que los encontraba, aun cuando la esperanza hecha piedra trataba de coartar sus pálpitos y pasiones, también sus estremecimientos y sus sosiegos, y le daba igual al hombre que ese martirio de la vida fuera despierto o dormido, como una noche, cuando soñó que había perdido un ojo y se había quedado sólo con un ojo de pulga en el centro de su frente, que más tarde le sería arrancado por una bala de goma en una de las manifestaciones a las que tanto le gustaba acudir para gritar ¡libertad!, en definitiva, el soñador de sueños imposibles o el escritor y un miedo más, como siempre le había pasado en la vida, ora de joven ora de viejo, tal vez por pensar, sobre todo por querer pensar y después transmitir sus pensamientos a los demás, a sabiendas de que encontrarían oposición en otros muchos que sin ser sordos ejercían como tales, para su desgracia, aunque el hombre definía eso como rutina, rutina, y se convencía a sí mismo de que debía continuar, por más chantaje bendito que le cayera encima, quizás porque como decía buscaba lo más hermoso de mi vida, de su vida, a pesar de que a menudo sufría por el hedor de esquirola, que le llegaba de aquí y de allá, por más que trataba de soslayarlo, de pasar girando la cabeza al otro lado para no dejarse embaucar.
         Nadie sabía el porqué, pero lo cierto es que el hombre tenía como favorita la frase Diosnoslibre, toda junta, toda juntita diría él, sin separaciones de las tres palabras, porque si no fuera así significaría otra cosa, seguramente, algo muy distinto, como cuando se le escuchaba muchas veces en un susurro decir precisamente, como si de una sentencia se tratara, con un asentimiento firme y categórico: precisamente las cosas son así y no de otra manera, que lo decía él que lo había vivido y sufrido en sus propias carnes.
Le gustaba el mar al hombre, pero sobre todo la arena rubia, para pisarla y verse las huellas que iba dejando como si fuera su vida misma, también para tumbarse y desparramar su mirada en derredor, incluido el horizonte lejano, observando la hermosura que lo rodeaba, porque los ojos siempre son niños, podría decir pero nunca lo dijo, si bien era cierto que hablaba de la tercera mitad del cariño, sin explicar cuál era la primera y la segunda mitad del cariño, aunque lo más probable es que sería algo bueno, algo amoroso y placentero, porque del hombre no se podía esperar otra cosa, que luego plasmaría en sus universos particulares repletos de belleza y sugerentes por sí mismos para hacer pensar a los demás, sin remedio, de la misma manera que hacía cuando hablaba de don Régulo Alcántara, o de Elías Arcángel Bermúdez, incluso cuando se preguntaba de forma machacona, pesado como él solo pero lleno de ilusión, por qué me acordaría de Ferminito Ñeca y demás, por no mencionar sus palabras acerca de un tal capitán Tibicena, pues el hombre conocía no sólo de pescadores, soldados y marineros, sino también de capitanes y de quien se le terciara, fueran pobres o ricos del barrio o de lugares lejanos.
El hombre paseaba por la vida, y meditaba, en ocasiones martirizándose a sí mismo, también luchando a brazo partido  para evitar dejarse domar, hasta el punto de mostrar su rebeldía, cuando no su pasmo o estupor, llegando a la conclusión de la indómita contumaz estupefacción, como solía denominar aquellos momentos suyos de supervivencia o de flojera para ir afrontando la vida, hasta que llegaba el momento crucial y cogió el lápiz para escribirle al primero que se encontrara que ya le seguiré contando de mi existencia, y cuando le replicaba su interlocutor se limitaba a lanzar como un dardo al aire una sola pregunta, simple, muy simple: ¿y qué?, al fin y al cabo, como afirmaba sobre sus planteamientos, porque así fue aunque a lo largo del camino de la vida pudieras estar equivocándote de trampa.
Recordaba a el Chillón, cuando decía mejor me callo, porque tampoco el hombre se creía estar en posesión de la verdad absoluta, sin embargo, comedido, él era consciente que tras aquel partido, que no era otro que el de la vida contra su lucha constante, se sentía más ganador que perdedor, porque en todo lo que había hecho fue dejando hasta su alma.

Terminó el hombre diciendo allá ustedes, probablemente dando a entender que ahí dejaba su obra, su literatura, para que pensaran, para que fueran mucho más allá de donde él siempre quiso ir, o mucho más acá, daba igual, porque lo importante, el rezumo, quedaba en las letras que el hombre iba arrojando tras de sí para que degustaran los demás, desprendido como él solo sabía serlo. 

01 abril, 2015

Conversaciones en la trastienda (3)


(Ilustración: Después del baño/Sorolla)

Debate: Para Isabel. Un mandala
Autor: Antonio Tabucchi
Fecha: 18 de marzo de 2015
Lugar: Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés
            Las Palmas de Gran Canaria

                               Conversación con Isabel


Puedes pasar, Isabel. Gracias. Espero que te guste mi trastienda. Bueno, no sé, depende de tus intenciones; de todas formas, me parece un lugar placentero. No sé por qué dices eso. Tú sabrás lo que has pensado, y quizás hasta comentado durante todo este tiempo ¿A qué te refieres? Parece mentira que preguntes. No será por el mandala que pretendo confeccionar para ti. ¿Ah, si?; ¿un mandala para mí? Dejémoslo aquí, ¿te parece? Como tú quieras. Dime, ¿recuerdas a Mónica? Cómo no voy a recordarla, al fin y al cabo fuimos muy buenas amigas de juventud. Me ha hablado muy bien de ti, y recuerda con cariño la pesca de ranas, el cabrito que atado a una cuerda paseaban las dos por Barcelos y hasta el pan con forma de órgano viril que solían comprar y mostrar ante la vista de todos. Cosas de chiquillas, sin duda, pero fueron aquellos unos bonitos tiempos, unos veranos maravillosos, pero todo terminó cuando mis padres murieron en aquel maldito accidente de coche, aunque tampoco perdí mucho, no creas. ¿Es verdad que te convertiste en la universidad en una líder revolucionaria contra el fascismo imperante? Me convertí en mí misma, nada más. Dos poetas libres que nos honran, porque la poesía libre está hoy proscrita; ¿son palabras tuyas, no? Sí, lo son, pero lo que no sé es por qué tú las conoces textualmente; de todas formas, ya que veo el interés que tienes por mi vida, decirte que si ser yo misma supone convertirse en una revolucionaria contra el fascismo, pues lo soy, como también fui miembro del partido comunista, ¿y qué? Te alejaste de todo el mundo, Isabel, hasta el punto que todos los que te conocíamos apenas supimos nada de ti, de tu vida, de ahí tantas conjeturas acerca de tu persona, de ahí que te convirtieras para mí en un mandala que por más círculos que construya nunca he podido cerrarlo, alcanzar su centro. ¿No será que te buscas a ti mismo? Son muy injustas tus palabras, Isabel; he vivido durante mucho tiempo por ti y para ti; ha llegado a mis oídos que estabas embarazada de un supuesto novio español o de un escritor polaco, que fuiste abandonada por todos, excepto por tu tata y tus compañeros comunistas porque habías decidido abortar, que caíste en una depresión y te hallabas escondida en un lugar secreto que nadie se atrevía a revelar, incluso que te suicidaste, cosa que confirmó una necrológica publicada en el periódico donde se invitaba a la celebración de una misa en tu recuerdo. ¡Cuántas cosas te imaginas, Dios mío! No me he inventado nada, Isabel, puedes creerlo, y si no, contesta a mis preguntas: ¿sufrías asma de pequeña?, ¿tenías problemas psicológicos? ¿Quién te lo ha dicho, Bi? Sí, Bi: tu tata, tu nodriza. ¿Cómo te has atrevido?; ¿hasta ese punto has investigado mi vida?; ¡no tienes perdón! No te molestes, Isabel, sólo construí con esa buena mujer, quien tanto te quiso, un círculo más para tu mandala. ¡Es inaudito! ¿Sabes lo que me dijo? ¿Qué te dijo, mal hombre? Que de joven pensabas que todos los adultos tenían un amante, que tu madre tenía un amante en el cura párroco, que tu padre tendría seguro una amante en París, y hasta que asegurabas que cuando fueras mayor tú misma te buscarías un amante, un hombre engreído, que harías que se enamorara perdidamente de ti y luego procurarías que se muriera a fuerza de los disgustos que tú intentarías darle. ¿No te comentó que maté a alguien? No, Isabel, pero sí me citó a una intérprete de jazz, Tecs, que solía homenajear a Sonny Rollins tocando su saxofón, muy buena amiga tuya, por cierto, cosa que pude comprobar hablando con ella. ¡Eres un caradura! No, simplemente quise seguir adelante, encontrarte Isabel, y trazar mi tercer círculo del mandala en el cual cifraba todas las esperanzas de saber de ti. No me lo puedo creer, la verdad. Fue ella quien me dijo que habías sido detenida y que supo que te hallabas en la prisión de Caxias, incluso que cuando volvió de Estados Unidos le dijeron que te habías suicidado tragándote unos trozos de cristales, pero yo no la creí, porque investigué hasta en los archivos del ayuntamiento y allí no existía certificado de defunción alguno tuyo, por mucha necrológica que se hubiera publicado en el periódico. ¿Y qué hiciste si se puede saber? Pues dar un paso más, construir un nuevo círculo que me ayudara a acercarme a tu existencia, y de ahí surgió un caboverdiano, que fue carcelero en Caxias muchos años atrás, apellidado Almeida pero que le gustaba que lo llamaran Tío Tom, y que tú no habrás olvidado. Desde luego que no, no olvidaré jamás a aquel buen hombre. Me alegro de que reconozcas algo. ¡No sé si odiarte o…! Con qué cariño te recordaba, a golpe de sorbitos de cachaza, hasta el punto de considerarte como una hija, una caboverdiana más, a pesar de tu pelo rubio; la señorita no esperaba ningún niño, me llegó a decir con una dulzura extrema; todo era un gran embrollo, me afirmó de manera contundente; ¡y tanto que lo era, Isabel!, lo tuvo que ser para ti, pues de qué manera pasaste de ser presa de la policía política a hermana de presa que se moría camino del hospital al haberse tragado unos cristales, cómo te fugaste gracias a la ayuda de aquel buen hombre colaborador de la Organización, y hasta me contó, revelando su gran secreto o el secreto de su vida, que el rostro de la Organización era un tal Tiago, fotógrafo de profesión. ¡Eres un maldito sabelotodo! No, Isabel, has sido la obsesión de mi vida. Te engañas de manera miserable: has sido la obsesión de ti mismo. Aunque no lo creas, Isabel, mi cariño fue grande, al verte en aquella fotografía que me dejó Tiago, con un abrigo oscuro en el mostrador de facturación de un aeropuerto y a tu lado una minúscula maleta, camino de Macao, en dirección a la casa de un cura católico, adonde te envió Magda para alejarte definitivamente de la persecución fascista. Caramba, ¿también conociste a Magda? Sí, y hablé con ella gracias a la mediación de un murciélago, en la cueva de Camoes, aunque tú no lo creas. Ya no caben más sorpresas en mí, desde luego. Pues aún tendrás que escuchar unas cuantas más, porque Magda trató de engañarme, afirmándome que tú te habías tragado dos tubos de pastillas con no sé qué agua y que escribiste una carta para ella, una carta de despedida para su amiga Magda. ¿Y no fue así, no morí así? Nadie mejor que tú lo sabes, y también ella o el dichoso murciélago, pues tuvo que reconocer que yo había desenredado la madeja, cuando le dije todo lo que sabía hasta aquel momento, aunque necesitaba un paso más, o el siguiente paso, que no era otro que el de saber quién era el cura de Macao con el que te mandó. ¿Y te lo dijo? Aunque lo sé, porque claro que me lo dijo, también podrías decírmelo tú misma, para que esto no sea un diálogo de sordos. No, yo no, eres tú el obsesionado por conocer de ti a través de mí. Bueno, dejémoslo; como bien sabes, Magda te envió con el padre Domingos, quien dirigía una leprosería en Coloane, pero me encontré con un cura católico que decía conocerlo y me afirmó que había muerto hacía unos seis años, si bien, cuando le enseñé tu foto, a pesar de ser católico, me recomendó que acudiera a un animista, a un poeta animista conocido como el Fantasma que Camina. Claro, ¿y así pasaste de un círculo a otro círculo para satisfacer tu curiosidad? Así es. No tienes derecho a perseguir mis huellas. Sabes que sí, Isabel; pero escucha, el Fantasma que Camina, después de rocambolescas diatribas en torno a su poesía y a la mía, me preguntó que para qué quería yo buscar una sombra que pertenece a la literatura, a lo que le contesté que quizás para hacerla real, para dar un sentido a su vida –tu vida- y a mi descanso. ¿Ves como tengo razón?: ¡si sólo piensas y has pensado en ti! Calla, por favor, Isabel, déjame decirte que el poeta me afirmó que si yo estaba haciendo círculos concéntricos, esos círculos quedaban en manos de mi creatividad e imaginación: he aquí mi interés por ti, sin duda alguna. ¿Y no te dijo nada más ese gran hombre? ¿Te mofas de mí? Quizás. Bueno, no voy a hacer caso de tu actitud hacia mí, pero sí decirte que me remitió a un castillo que debería buscar en la patria de Guillermo Tell, donde encontraría a un hombre, más bien a un santón que venía de la India. Desde luego, es asombrosa tu imaginación, querido. No, Isabel, es asombrosa la vida, nuestras existencias, también asombrosos nuestros recuerdos de las personas que amamos o hemos amado. ¿Todavía te quedan más círculos para completar mi mandala? Sí, Isabel: dos, o uno y el último que eres tú. Soy toda oídos. Gracias por escucharme, en esta trastienda de mala muerte, y ahora más que nunca, porque he decirte algo hermoso, algo bello de una mujer que conocí tras encontrar el castillo de marras… No, si al final me van a conquistar tus palabras. Conocí a Lise, una madre que tuvo un hijo y que la naturaleza se lo arrebató, una mujer que sólo te puedo definir con sus propias palabras: la naturaleza  se había comportado con mi hijo como una madrastra, no queriendo dotarlo de ciertas facultades… yo lo quería como sólo se puede querer a un hijo, porque a un hijo se quiere más que a uno mismo, mucho más que a uno mismo, así se quieren a los hijos. Me pones mala con tus palabras. Escucha, Isabel: aunque Pierre, su hijo, no se comunicaba, tenía su forma de inteligencia, y ella la entendía, de tal manera que él le decía mamá te quiero mucho y la mujer le contestaba Pierre, eres mi vida entera, pero la vida se lo arrebató, porque la vida, según ella no sólo es madrastra sino también malvada, y yo estoy de acuerdo con ella. ¡Me descorazonas!; sigue, por favor. Me alegro de que al fin me entiendas, Isabel; le dije a Lise que yo intentaba llegar a un centro, que había recorrido muchos círculos concéntricos y necesitaba alguna indicación y que por eso había llegado hasta aquel castillo; al final, me preguntó que si yo creía en los círculos concéntricos, pero le dije que no lo sabía, que sólo trataba de buscar, porque lo importante es buscar, cosa de la que ella estuvo en completo acuerdo conmigo. ¿Y no me dices nada más de esa Lise? No, Isabel, sólo me queda el santón, a quien pregunté por ti, si podía darme noticias tuyas, rogándole al propio tiempo que me ayudara para llegar a mi centro, a mi mandala para ti. ¿Y qué te dijo?; desde luego que has terminado por conquistarme, tus palabras me están matando poco a poco, tu voz y tus susurros me enamoran. Me dijo que tú estabas en Nápoles, y ante mi pregunta de a quién debía recurrir para encontrarte, me contestó: los mandala deben ser interpretados, pues de lo contrario sería demasiado fácil buscar el centro, así que me dibujó una luna en el centro de una hoja de escritorio, que debía interpretarla a mi gusto, esperando que mi sensibilidad supiera guiarme. Me estremezco: debería salir cuanto antes de esta trastienda. Espera; déjame terminar, pues ya queda poco de tu mandala. En fin, tú dirás. Terminé conociendo al Violinista Loco, quien se atrevió a decirme que era él quien dirigía los círculos concéntricos o, más bien, sus estaciones, afirmándome que habíamos llegado al centro, al propio tiempo que me pidió tu fotografía para colocarla en el mismo centro del círculo. ¡Dios mío!; no sé si debo seguir escuchándote, la verdad. Fue entonces cuando te vi: tú me tendiste la mano y yo te la estreché, luego tú te levantaste el sombrerito con velete y yo te di un beso en una mejilla. ¡Estás loco! Finalmente, subimos en un trasbordador, tú me dijiste que estábamos en nuestro entonces, que estábamos en la noche que nos dijimos adiós, pero yo te dije que no podíamos estar en el entonces y en el ahora, y luego tú me replicaste que estábamos en el presente de los dos y yo te estaba diciendo adiós. ¡Cómo complicas las cosas, la vida en sí misma! Necesito saber qué ha sido de tu vida, Isabel. Tú ya la sabes toda, has edificado con sabiduría tus círculos, pero pienso, como te he dicho ya de alguna manera, que tú crees haber realizado una búsqueda en pos de mí, pero tu búsqueda era sólo en pos de ti mismo. ¡Maldita sea la vida!; ¡no te entiendo, por Dios! Sólo has querido liberarte de tus remordimientos, no era realmente a mí a quien buscabas, sino a ti mismo. Tú, precisamente tú, no puedes pensar eso de mí, Isabel. Quedas liberado de tus culpas, no tienes culpa alguna, no hay ningún bastardillo tuyo por el mundo, puedes irte en paz, tu mandala se ha completado. ¡Cómo puedes decir eso!; por favor, Isabel, no vuelvas a decirme adiós otra vez. Sí, claro que puedo: adiós, no nos volveremos a ver jamás.