23 abril, 2013

Retazos VI






La mujer y su laberinto

La mujer se perdió en su particular laberinto, olvidándose del amor que se fraguaba en su corazón, buscando unos cimientos equivocados.


Tun, tun

Tocó el hombre en la puerta, a sabiendas de que la muerte no contestaba.


Los vientos y el eco

Silbó llamando a los vientos de su amor, pero ya el eco se los había tragado.


No bastan los recuerdos

El pobre pensador soñaba que aún era feliz con los recuerdos, pero no bastaban.


El virginio y la mirada

Tras su virginio, la pena, y tras su mirada, la lástima de su existencia, por todo.


La carta

Esperaba  la carta que descubriera su ilusión perdida.


Los cigarrillos

En sus cigarrillos vio el humo de sus pensamientos, la brasa de su amor perdido y la ceniza de sus cenizas.  


17 abril, 2013

El hombre de la corneta y el cornetín




¿Lo es? ¿El qué? Alegre y feliz. ¿Por qué lo dice? Siempre está con una carcajada perenne, cuando no tocando esa corneta o el cornetín. Y borracho. Bueno, eso también. Yo fui corneta de militar. Ahora lo comprendo: quizás añora esos tiempos. Tampoco, no crea: era el último mono. El primero dirá: daba órdenes, por los menos, a golpe de resoplido. ¿Yo, órdenes?: ¡si era un mandado! Me da que ahoga sus penas de esa manera. ¿Y a usted qué le importa? No pretendía ofenderlo. No, si no me ofende. ¿Entonces? Cada cual gira sobre el pie que le da la gana. Ya: pero usted gira siempre sobre el mismo. Puede ser. ¿Tiene amada? ¿Y eso qué es? Hombre, una mujer a quien amar y que lo ame. ¿Existe eso? Sí. Yo nunca lo he vivido. Quizás porque sólo piensa en tocar la corneta y el cornetín, carcajearse sin motivo y beber a discreción. Pero sí conozco el desamor. ¿Cuándo fue eso? Hace unos días. ¿A esta edad tan tardía? ¿Y por qué no? Pensaba que había sido de joven. No: ha sido ahora. ¿Pretende a alguna mujer y lo rechaza? Así es. ¿Por qué cree que es así? Porque ya yo soy viejo y ella es mucho más joven que yo. ¿Y si es porque toca la corneta y el cornetín? No lo creo. ¿Es bella? ¡Es linda la jodida! ¿Ya practicó con ella el toque de retreta? Y casi el de silencio. No debe perder las esperanzas: yo le ofrecería el toque de diana, para despertar su amor. Me parece un imposible, la verdad. ¿Cómo es ella? Ya le dije que linda la jodida, muy linda y además hermosa. ¿Ríe? No, apenas sonríe. Pues no ría usted tanto, hombre. ¿Y por qué debería hacerlo así? A lo mejor es eso lo que no le gusta de usted. Es mi edad, estoy seguro. También se puede tratar de que aborrezca su corneta y el cornetín, y el que usted beba tanto. Pues no debería: cuando ofrezco sus toques me siento importante y feliz, y cuando bebo duermo con las estrellas. Pues más feliz e importante se sentiría acariciándola a ella. ¿A la corneta? ¡No, hombre, a su amada! No tengo costumbre. Siempre se aprende a amar, amigo. ¿Está seguro de eso? Convencido. Ayúdeme, entonces. ¿Está dispuesto a que lo haga? ¡A sus órdenes! ¿Qué le parece un toque de marcha para empezar? ¡Lo que usted ordene! … Me ha gustado. ¿De verdad? Sí, mucho, pero tiramos los instrumentos ya. ¡Buf!, es difícil: no dejan de ser parte de mí, de mi vida. Y tomamos agua. ¡La madre que parió! Retire las cervezas y dos vasos de agua, por favor. Espere que me tome el último buche. ¡No! ¿Por qué no? Porque para conseguir el amor hay que poner sacrificio. ¿Y no hay amor sin sacrificio? Jamás. ¡Pues vaya leche! Tampoco es tan difícil. ¿De verdad? Así es. Si usted lo dice. Aparte de linda, ¿cómo es ella? Dulce y alegre, me da. ¿Tiene una mirada limpia? Como el cielo iluminado por el sol. ¿Le parece una buena persona? Acrisolada. Las perspectivas son muy buenas. ¿Usted cree? Sí: seguro. Estoy entusiasmado. Pues sigamos. Sí, por favor. ¿La ama de verdad? Como a la primera luz de cada día. ¿Qué daría por ella? Todo. ¿Seguro? No lo dude usted. ¿La vida, por ejemplo? ¡No me joda usted! Quiero decir, hombre de Dios, que si sacrificaría todo por ella. Si le parece poco sacrificar el cornetín, la corneta y la cerveza. ¡Eso son cosas nimias, hombre! Diga, diga usted. ¿Lloraría por su sufrimiento? Sí. ¿Sufriría con su sufrimiento? Yo creo que sí. ¿Perdería su salud por la salud de ella? A lo mejor. ¿Tanto la quiere? La amo como nunca he amado a nadie, porque a ninguna mujer he amado. Bueno, ya casi terminamos. ¿De verdad? Sí. ¿Y qué más? Sólo nos queda resolver una cuestión. Usted dirá. La más importante, quizás. ¡Buf! Me la tiene que presentar para yo hablarle de usted y que sepa la verdad de su amor. ¿Es necesario? Sin duda. No sé qué decirle. ¿Dónde está ella? En mi pensamiento, amigo: sólo en mi imaginación.

03 abril, 2013

La palabra y el mirlo



Lugar: Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés 
             Las Palmas de Gran Canaria
Día:     1 de abril de 2013
Hora:  19.00



Ante un auditorio como el de ustedes, lleno de sensibilidades e ilusiones, donde todos van en busca de la palabra exacta para dar vida a unos personajes, no es fácil comenzar, ni muchísimo menos.
            Me ha pedido el amigo Santiago Gil, director de este taller de escritura, que trate hoy para ustedes temas que respondan a ¿cómo se escribe?, ¿cómo escribo yo?, ¿cómo se escribe una novela? y hasta que hable de La novela según Antolín Dávila y transmitir mi forma de escribir.
            A fe que la petición es harto complicada y que las opiniones que les vaya a dar a ustedes sobre tales interrogantes pueden resultar más o menos convincentes porque, sin duda alguna, no hay un esquema exacto para escribir una novela ni creo que autor alguno lo haya encontrado, pues la creación de una novela es tan imprevisible como la vida misma, cada vez que uno se dispone a contar una historia.
            Puestos a la tarea, intentaré transmitirles mi experiencia de la mejor manera posible, sin establecer unos principios que, por desconocidos siempre, no son reglas preestablecidas, necesarias y efectivas: no hay ningún tratado exacto para escribir, al menos para escribir narrativa, entre otras cosas porque cada autor también es un mundo diferente.
            Podría empezar, por ejemplo, hablando gracias a la poesía, más bien de dos versos de un poema que no he logrado encontrar, cuyo autor soy yo mismo y del que un renombrado crítico literario llego a decir que era un magnífico poema (escrito está de su puño y letra), pero que vienen al caso que nos ocupa hoy, porque es la palabra la única herramienta necesaria para afrontar el supremo acto de escribir: 

                                   Palabras:
                                    Saco de cintas en la oscuridad.

            Pero mejor que recurramos a palabras más doctas que las mías, a palabras certeras que despierten la sensibilidad de todos nosotros, y nada mejor que las de un poeta como Octavio Paz: adentrémonos entonces en su breve poema Hermandad, donde mediante la palabra, sus palabras, nos viene a decir que somos escritura, ni más ni menos:  
                       
                                   Soy hombre: duro poco
                                   y es enorme la noche.
                                   Pero miro hacia arriba:
                                   las estrellas escriben.
                                   Sin entender comprendo:
                                   también soy escritura
                                   y en este mismo instante
                                   alguien me deletrea.

            Cuánto dice este hermoso poema de Octavio Paz acerca de la importancia de la escritura, de transmitir sensibilidades a través del acto de juntar palabras, una a una, hasta llegar al momento culminante de conseguir un todo capaz de conformar un universo lleno de vida y de interioridades, como si la existencia de los seres humanos no surgiera del seno materno, no, sino de la palabra escrita.
            Es ese nacimiento, es ese acto de parir palabras el resultado final de escribir una novela, por ejemplo. Quizás, más bien estoy convencido, de que los novelistas no somos otra cosa que unos ilusos con la única intención de hacer un mundo distinto, pero a nuestra medida, entonces con ello no sólo mostramos nuestro inconformismo con los actos de los demás, sino con la vida misma. Partiendo de esta premisa, podríamos concluir que el novelista es un hombre o una mujer que sufre, que su vida no pasa en balde, que cada uno de sus actos y los actos de los demás le suponen un padecer que luego, más tarde, ante el papel en blanco, tratará de hacerlo suyo, a su medida, para bien o para mal, pero a su medida.

            Entremos a continuación en la novela y en el novelista, después de esta introducción un tanto poética. 

            Para empezar, quiero decirles que yo no creo en la inspiración, sino en el trabajo. Millones de poemas y de novelas se escriben en la barra de un bar, pero todos se esfuman en palabras vacías e incoherentes que se las llevan los vahos o el viento.
            Entonces ustedes me podrán decir: bien, tú no crees en la inspiración, pero cómo empiezas, de dónde parte tu idea central para comenzar y continuar creando ese universo novelesco.
            Pues parto de una intuición, de cualquier acto humano real o imaginario que nos ocupa la mente en un momento preciso, pero con el significado suficiente para sustentar una idea que luego se irá desarrollando con el tiempo, paso a paso, lentamente, como la vida misma, minuto tras minuto, días tras días, año tras año, hasta crear unos seres y unas vivencias nada diferentes a las del mundo real, pero sí peculiares, con un sello distinto que no es otra cosa que el cuño del autor, su estilo, entonces diferente a todo lo demás: ¡es la grandeza de ser novelista! 
            Pues hablemos de esa intuición, aunque antes recordarles que, desde el punto de vista filosófico, intuición es la percepción íntima e instantánea de una idea o una verdad que aparece como evidente a quien la tiene.
Les voy a poner un ejemplo, que me ha ocurrido hace muy poco, en una de esas caminatas diarias que ya uno tiene que empezar a dar para cuidarse un mínimo y que he plasmado en mi blog mediante un microrrelato.
            Bajaba la escalinata de acceso a un parque de esta ciudad. De repente, delante de mí, dos chicas relativamente jóvenes: una agarrándose a la barandilla y la otra sujetando a la primera. Prácticamente paradas en el centro de la escalinata. Bajé más despacio, siempre tras ellas, porque intuí que allí había algo, ocurría algo distinto, sobrenatural para un novelista que pasaría desapercibido para cualquiera que no tuviera esa percepción íntima, y, enseguida, se produce el acto natural y el despertar y la intuición del escritor: la chica que iba agarrada a la barandilla intentaba a duras penas bajar un escalón, y da un paso y lo consigue, y da el siguiente paso ¡y lo consigue también!, para gozo y disfrute de ella misma y de su compañera o hermana que aplaude y grita ¡bien!, ¡bien!, lo has conseguido!, ¡te quiero!, y el escritor se estremeció, vio allí una novela o un simple microrrelato que escribió enseguida y colgó en su blog desde que llegó a su despacho bajo el título Un escalón más, cariño:
            Con su angustia vital a cuestas, el hombre dejó de estarlo, cuando vio a la pobre muchacha celebrar cada escalón que lograba bajar a duras penas.

            Eso no es inspiración, sino intuición: una minusválida, una amiga o hermana, un cariño, un desprendimiento, una ilusión, un logro. Y no es que llevara el escritor ninguna angustia vital a cuestas, tal vez las normales, pero supo captar el hecho novelesco que allí se producía, la sensibilidad que allí afloraba y que él transmitió de otra manera, a su manera, más o menos cercana a la realidad, pero marcada con su cuño de escritor.

            Pues así han ido surgiendo mis libros de cuentos y cada una de mis novelas a lo largo de los años, con mayor o menor acierto, con ediciones de pena o más o menos decentes, con mayores o menores reconocimientos, como el comentario de un colega bien reconocido, al manuscrito de mi primera novela, que yo considero una eyaculación precoz (Una orla para todos), diciéndome algo así como tengo tres novelas publicadas, pero ya me gustaría a mí tener la madurez literaria que tienes tú, o aquel otro, docente y viejo empedernido lector, que me dice tengo tu novela El cernícalo en mi librería junto a las cuatro novelas que más me han gustado en mi vida (por cierto, sale la segunda edición de El cernícalo estos días); pero lo verdaderamente importante es que esos universos novelescos están ahí, simplemente, están escritos y cualquiera, más tarde o más temprano, podrá revivirlos, sentirlos, compartirlos, por eso es tan importante escribir.
                       
            Es evidente que cada autor tiene su forma de proceder, sus maneras a la hora de enfrentarse ante el papel en blanco, incluso sus manías mientras se adentra en ese universo novelesco que intenta parir y que mientras va creciendo es cada vez más suyo, sólo suyo por el momento, pues lo puede manejar a su antojo.
            Yo, por ejemplo, necesito música para escribir, a un volumen considerable, por dos razones evidentes: la primera, porque me aísla del mundo real y, la segunda, porque permite que me transporte a ese otro mundo que es el mío propio y me abandone a él sin cortapisas. Lo curioso es que esa música no es variada, sino siempre la misma pieza, a lo sumo dos, que se repiten de manera incansable y me ponen en trance, en el que yo suelo denominar “trance novelesco”.
            Un ejemplo podría ser con mi última novela publicada, Una rosa en la penumbra, donde pude escuchar en cientos de ocasiones, si no miles, Hotel California de Eagles y el Nocturno de Chopin, dos obras musicales muy distintas por sus ritmos que me permitían estados diferentes a la hora de crear, favoreciendo en mí ánimos distantes y contradictorios a un tiempo.
            El hermoso acto de escribir una novela es unos de los placeres más excelsos que puede disfrutar el ser humano. Bien es cierto que, en ocasiones, cuando los personajes no caminan por sí solos, no han conseguido ser ellos mismos con una autonomía propia, escribir se puede convertir en un sufrimiento horrible, pero que se compensa desde que los mismos tienen vida propia, utilizan al escritor como mero conductor de ese universo novelesco que uno ha logrado crear, que viene a ser, al fin y al cabo, cuando el escritor se da cuenta de que hay novela, porque hasta entonces nada se puede afirmar, y eso no ocurre hasta que no se han superado al menos las 50 páginas en la mayoría de las ocasiones.
            Cierto es que a lo largo del tiempo, mientras uno va publicando, puede distinguir que el proceso de la escritura no es el mismo en cada uno de las novelas. Así, en mi caso, puedo decir que en mi primera novela, Una orla para todos, la trama y el argumento en sí salió a borbotones, las historias de los personajes se superponían y trataban de anularse unas a otras hasta que se conformó un todo,  de ahí que yo la tache de eyaculación precoz, aunque echándole un vistazo estos días, para escribir estas palabras, pienso que con una edición decente y revisada no creo que desmerezca nada.
           
            Una de las cosas que he percibido estos días también, a la que le he dado bastante importancia, es la influencia del medio físico donde se desenvuelve la vida del escritor, y me explico: no se es el mismo escritor cuando se vive en el mundo rural que en el urbano. Por ejemplo, en mi trayectoria, las dos primeras novelas son eminentemente rurales, tal vez porque yo me desenvolví en mi infancia en el mundo rural y en contacto permanente con la naturaleza.
            El cernícalo, Premio de Novela Benito Pérez Armas de Edición 1988, cuenta con unos personajes que desarrollan sus vidas junto a la naturaleza y por ella se ven condicionados, aunque no sólo condicionados, sino que son todos, hombres y mujeres, parte de ella.  Por otro lado, es curioso como he podido deducir, después de revisarla unos meses atrás para su segunda edición, el cambio tan drástico que ha dado nuestra sociedad, sobre todo en cuanto a la igualdad de género. Y me quedo con unas palabras que le dijo un monje a don Arturo, el maestro: La mujer, muchacho, es como el azúcar de mala calidad, que se disuelve cuando le parece.
            Personajes como Roquito Sánchez o don Leoncio, el médico, serían hoy los prototipos de hombres machistas, capaces incluso de maltratar a cualquier mujer, y todo porque lo que imperaba era una consideración superior del hombre respecto a la mujer, sobre todo en el mundo rural, cosa que hoy ha ido desapareciendo afortunadamente, aunque no tanto como quisiéramos, tal vez.
            El autor fabula a su antojo, pero no es menos cierto que se ve constreñido por el ambiente en que se ha desvuelto en la vida. De ahí que una novela rural como El cernícalo, hoy se podría ver como una obra machista, cuando era la realidad de veinticinco años atrás, el tiempo que ha pasado desde que fue publicada por primera vez.  
            El mundo novelesco de El cernícalo es capaz de trasmitir la pobreza de espíritu de los seres que lo conforman, como los mencionados Roquito Sánchez y el médico don Leoncio, el niño Moisés y sus padres Cristóbal Galindo y Adelaida Sánchez, el maestro don Arturo y su colega la señorita Marina, y cómo no y sobre todo Pascualito, llamado también el  Brillantito por lo limpio que era.
            Las novelas se saben como empiezan, pero nunca cómo terminan:
Nació tan muerto de hambre que nadie pudo olvidar el día que llegó al mundo: desde que la partera le dio la nalgada de la vida y hasta veintiún días después, Moisés no dejó de llorar un solo instante. Al vigesimosegundo día, una vez amamantado por la burra propiedad de su abuelo, que había parido unos días antes, transcurridos dos minutos sin escuchar su llanto, todos creyeron que había muerto reventado y, ni su propia madre se atrevió a acercarse, por temor a que resucitara. Sin embargo, el contento de todos se acabó a las tres horas y cinco minutos en punto, tal como su abuelo contaba mientras le duró la vida, cuando Moisés, con un chillido terrorífico, interrumpió aquel velatorio de satisfacción e incertidumbre al mismo tiempo.
            —¡La madre que lo parió!
           
            ¿Cómo empiezo una novela?, querrán ustedes saber.
            Pues igual que puedo iniciar un cuento o un microrrelato, de una manera muy fácil: una palabra y una intuición. No es la primera vez que acudo al diccionario, lo abro y encuentro una palabra que me gusta y con ello busco la intuición, la aplico a un ser imaginario y fabulo, en ocasiones construyendo una frase con mayor o menor sentido, pero que, enseguida, adquirirá una forma y transmitirá un pensamiento vivo y completo distinto de la simple realidad.
            Por ejemplo, encontramos la palabra “sala”, porque en la sala Ámbito Cultural estamos, y escribimos:
            En aquella sala que servía de taller no había un solo tornillo, ni un mísero alicate, pero sí mucha gente que rebuscaba en sus cajas de herramientas repletas de palabras y hasta de ilusión.

            Mi tercera novela, por ejemplo, se fundamenta en un macropersonaje que viene a ser una simple calle ciega, donde al fondo se halla una iglesia y una casa de prostitución con paredes medianeras.
            Protagonistas como el gaucho Benedetti, su esposa y su hija Marilina Benedetti; doña Casilda de los Montenegros o el cura don Facundo; Chona la Alimentación o sus chicas la Palangana, la Chocha, la Adoratriz, la Manita Ligera y la Matadora; el mismo Ricardo, el Kéfir, o don Roque Fuentes, el viejo militar chusquero conocido también por el Gran Göring; todos y ninguno son parte importante y sostén de la calle de la Concordia.
            En esta novela, en gran medida, me abandoné a la catadura de cada uno de los protagonistas, hasta el punto de que la fabulación llegó más allá de ellos mismos, conformando a la propia calle como el gran personaje y paraguas donde se guarecían las miserias y mezquindades de todos, que no eran pocas.
            Qué importante es, a la hora de escribir, dejarse llevar por los personajes, sean o no de carne y hueso. Así como fue la naturaleza quien lo abarcaba todo en El cernícalo, ahora es una calle de mala muerte, La calle de la Concordia, la que deja de ser escenario para convertirse en personaje y dominarlo todo.
            Ustedes podrían preguntarse si el autor es capaz de proponer desde el principio de su obra ese carácter frío, realzando primero una cosa u objeto antes que a un personaje que habla y respira y sueña, siendo capaz que eso material destaque por encima de los protagonistas de carne y hueso.  
            Pues sí, ya el autor desde el comienzo de la obra, propone que va a ser la calle y no sus habitantes quien va a dirigir los destinos y la vida de los demás.
            Así comienza la novela: Nadie sabía por qué la denominaba así, con aquel nombre que despertaba la curiosidad de cualquier desconocido, aunque lo realmente cierto, a lo largo de su existencia —comentaban que podía estar allí antes de la propia Creación—, apenas algún que otro visitante llegó a conocer su identidad. Parecía como si aquella denominación, tan lejos de la realidad que allí se vivía, fuese de uso exclusivo del viejo cartero de la zona y de los que allí residían…

            A veces nos enamoran los personajes de nuestras novelas. Bien es cierto que al comenzar una obra poco o casi nada está previsto, porque el discurrir de la escritura te va llevando por veredas desconocidas, cuando no equivocadas o incluso incómodas, pero cuando surgen esos personajes que te enamoran el acto de la escritura en sí mismo se convierte en excelso, además de apasionante.
            A ustedes, que comienzan esta aventura de escribir, me atrevo a sugerirles que cuando creen un personaje y se percaten de que él puede más que ustedes, que camina solo, que lo que pretende escribir el autor es contradictorio con el parecer del personaje, entonces es el gran momento de abandonarse a él, y entonces también es cuando sabrán ustedes que tienen personaje y probablemente novela, porque nada es más perjudicial para la obra que percibir un personaje contradictorio no porque lo sea por sí mismo, sino porque el autor ha escrito forzado por sus intereses espurios, es decir, quiere escribir una historia sólo suya y no la que le va ofreciendo el devenir del hermoso acto de escribir, de crear.  
            De mi experiencia les puedo contar algunas anécdotas acerca de los personajes que he ido creando a lo largo de mi trayectoria novelística, pues quizás les pueda interesar.
            Para empezar, comentarles que a medida que avanza la historia de la obra este novelista comienza a tener dos vidas, a veces paralelas, pero en otras ocasiones incompatibles, pues la realidad de mi día a día queda arrinconada para convivir con las otras existencias de mis personajes: a veces te hurtan la realidad, y eso es bueno, hasta que terminas la obra y la desechas por completo, porque sale de tu vida para no encontrarla jamás, es decir, pasa a ser parte del lector.  
            Podría hablarles del ya nombrado Roquito Sánchez, de El cernícalo, un hombre déspota y maligno, que murió como vivió, y del infeliz de su yerno, Cristóbal Galindo, incapaz de afrontar el desprecio de su suegro; también de Ramón Trujillo Castro, el protagonista de la novela El roble del olvido, un hombre marcado por las palabras de un padre rudo (Hijo mío, tu llegada a esta vida ha sido el mayor error que he cometido); pobre de nacimiento, ambicioso, contradictorio, sin escrúpulos a la hora de utilizar a los demás para conseguir las metas que se había propuesto, menospreciando incluso los sentimientos de quienes le amaban, hasta que se convierte en diputado de las primeras Cortes Generales y logra empuñar el arma que tanto ansiaba, el poder, para dar satisfacción a su resentimiento; o de Alguien cabalga sobre su seno como Juan, el Machete, y Eustaquio, el jorobado, que al parecer llevaba en su corcova a un hermano gemelo que nunca llegó a nacer; pero sobre todo, no quiero dejar de mencionar, a los dos personajes que más me han enamorado de lo escrito hasta ahora, hasta el punto que nunca se me había ocurrido repetir un personaje en una próxima novela que está por escribirse y con ellos sí: les hablo de mi última novela, Una rosa en la penumbra y de sus personajes, el insigne profesor don Restituto Altamirano y la mujerona prostituta doña Magdalena, la Magna, aunque bien es verdad que no sería justo olvidarme del pobre solterón  Antuán Constantino y su bella amada Helga Tarbonano:
            Y la mujer, la particular diosa de aquel hombre enamorado, después de aclararle que no se relacionaba sólo con él y con su marido, de afirmarle sin cortapisas que había otros hombres en su vida, dejando allí un poso de sufrimiento amoroso, desapareció en dirección contraria al cementerio adonde iban a enterrar a un amigo…  


El mirlo y las palabras

Estaba el hombre ante un auditorio muy especial, pues todos ellos, hombres y mujeres, parecían gente peculiar, y no porque fueran bien o mal trajeados, ni siquiera porque cada uno mostrara un gesto diferente, pues era lo más normal, sino porque se traslucía en sus miradas que buscaban algo más allá de ellos mismos, un interés por la vida diferente, y a fe que parecía cierto.
            —¿Quiénes son? —preguntó el recién llegado.
            —Gente que le gusta escribir —contestó una mujer bien parecida.
            —Escribir. Escribir. Escribir —se dijo el hombre—. Está bien eso —abundó.
            Y se sentó con ellos y se puso a pensar, y a mirar y remirar pasando una y otra vez por cada una de las cuatro esquinas de la sala, hasta que decidió allí mismo ser también escritor, porque tendría que ser maravilloso crear historias que otros podrían hacer suyas.
            —¿Usted quién es? —le preguntaron al hombre.
            —Yo también quiero ser escritor —replicó.
            En el mismo instante, un mirlo entró en la sala por la ventana que estaba abierta, para susto de los presentes, y lo curioso es que se fue a posar sobre el micrófono que presidía la mesa.
            Primero se escucharon un grititos de miedo, luego unas risas sofocadas, más tarde una alegría inusitada en algunos y, finalmente,  un silencio sepulcral y todas las miradas clavadas en el ave.
            El mirlo escrutaba el ambiente. Bajaba y subía su pico amarillo una y otra vez, como si asintiera algo, quizás el respeto que le estaban profesando todos los presentes, ¿por qué no?
            Una chica con gafas de montura roja pensó y se dijo para sus adentros que el mirlo llegó, miró y saludó a los presentes con un gesto de humildad. Por el contrario, un hombre calvo que estaba cerca de una columna susurró algo así cómo esto es un mal presagio, si yo lo sé vengo, porque ya he tenido bastante por hoy.
            Las respiraciones de los asistentes se podían percibir. Alguien apagó una de las tantas bombillas que allí había encendidas. Nadie tomaba una decisión.
            El hombre que daba la charla espetó para sí mismo ¡maldito pajarraco!, mientras que una chica joven y bella musitó qué cosa más linda, Dios mío, al tiempo que una señora de cierta edad susurró a su compañera más cercana qué me está mirando a mí, el muy pícaro.
            Más bien distraído, un jovenzuelo estudiante no se le ocurrió otra cosa que pensar en comprar una escopeta de aire comprimido porque a mí me gusta la caza y seguro que no voy a fallar, maldito sea, y hasta quizás quede bien ante todos alabando mi puntería, muy al contrario que una señora de cierta edad que en voz muy baja dijo qué feo es, pero me gustaría llevármelo a mi casa y darle de comer, porque estará hambriento, el pobrecito.
            Y cada uno de los futuros escritores pensaba, musitaba, susurraba o espetaba algo distinto, pero intentando darle un tono peculiar a sus palabras, un estilo diferente, porque entonces no serían ni aspirantes a escritores.
            Al fin, el mirlo despegó el vuelo y salió por donde mismo había entrado, aunque dejando tras de sí una montaña de fabulaciones que no iban a desmerecer en absoluto cuando fueran todos capaces de plasmarlas en un papel, porque por algo estaban dispuestos a parir hermosas historias que serían parte de ellos mismos y luego de quienes las leyeran. 
           
            Qué hermoso es escribir, amigos y amigas. Los animo a que sigan haciéndolo, a que continúen cultivando el acto de explorar con las palabras la existencia propia y las ajenas, hasta llegar al sumo momento de crear un nuevo universo, novelesco por supuesto, más o menos lejano de la realidad que nos tocado vivir, pero siempre con el sello propio del autor que ha sido capaz, en su soledad, de crear nuevas vidas para transmitirlas a otras vidas más verdaderas que desempeñan el papel de lector.