24 mayo, 2016

Conversaciones en la trastienda (7)


Debate: El año del diluvio
Autor:   Eduardo Mendoza
Fecha:   24 de mayo de 2016
Lugar:   Ámbito Cultural de El Corte Inglés
             Las Palmas de Gran Canaria

                                                  Querida sor Consuelo

Pase usted, hermana, y no se preocupe por su compra, que ya se la he puesto tras el mostrador. Muchas gracias. Como puede ver, no es una gran mansión mi trastienda. Pero es un sitio acogedor: me gusta. Nada que ver con cualquier estancia en la casa de don Augusto Aixelà, ¿no es cierto? No me habrá invitado a pasar para hablarme de alguien en particular, ¿verdad? Comprenderá que al interesarme por usted también lo haga por su vida. Bueno, sí, al fin y al cabo todos lo hacemos de una u otra manera. Sabe, hermana, me fascina. ¿Hasta tanto llega esta pobre monja? Sí, a fe que no pienso en otra cosa desde que me hablaron de usted por primera vez. Caramba, la fascinada debo ser yo por el interés que despierto. Me han comentado tantas cosas de sor Consuelo, una monjita de San Ubaldo de Bassora, que llevo tiempo rogando a Dios que pasara usted algún día por aquí, me comprara algo y aceptara pasar a esta trastienda. Pues aquí me tiene, hombre de Dios. Tengo tantas cosas que decirle, que preguntarle, pero no sé por dónde empezar, se lo aseguro. Podría hacerlo por el principio, como siempre, ¿no cree? Es usted una persona que transmite paz y vitalidad, sí. Una monja no debe aceptar tales cumplidos, como comprenderá; pero bueno, sí que puede agradecerlos, aunque sea a hurtadillas. También es usted muy guapa, hermana, más de lo que imaginaba, y mire que le he puesto cara miles de veces desde que supe de su existencia. Por favor…, le ruego que no tome ese camino, o me levantaré de inmediato. Disculpe, hermana, solo le estoy siendo sincero, con mi mejor buena fe. Así lo espero. Dígame una cosa, sor Consuelo, ¿es cierto que estuvieron a punto de fusilarla? Los designios de Dios, hijo, no lo dude. Ay, hermana, qué atrevimiento el suyo, encerrarse con un hombre armados hasta los dientes y herido por la Guardia Civil, a sabiendas de que era un bandolero además de un fugitivo. Los mismos designios de Dios: el camino que Él nos marca es inhóspito a veces, quizás para poner a prueba nuestra fortaleza y ser buenos ante la vida y ante los demás. Pero escuche, hermana, y no me lo niegue, por favor, porque me disgustaría tener la menor decepción con usted: ¿es verdad que empuñó una pistola y le disparó unos pocos tiros a la Guardia Civil, miembros del ejército y falangistas para cubrir al bandolero? No debo reconocerlo aquí, aunque tampoco sé muy bien lo que hice en aquellos momentos, créame; de todas formas, no entiendo por qué me estoy sometiendo a este interrogatorio por su parte, cuando solo debo rendir cuentas ante Dios Nuestro Señor. Quizá porque nos hemos caído bien, sor Consuelo; de todas formas, déjeme decirle que valoro en su justa medida su lucha y sacrificio por los demás, como ese afán por construir un asilo de ancianos sin contar con medios para ello. Gracias; algo bueno debía tener, por Dios. Querida sor Consuelo, por lo menos para mí, tiene tantas cosas buenas que el mundo sería otro si fuera gobernado por usted. Las almas, hijo, se han de gobernar por sí solas, no lo olvides, y es Nuestro Señor quien está ahí siempre presente para prevenirnos de las ventiscas de la vida, al fin y al cabo las pasiones, las ambiciones y las envidias. Estaría hablando aquí, en esta trastienda, con usted toda la vida. Eso no sería malo, desde luego, porque si en este mundo se hablara más, se compartiera más, Dios Nuestro Señor estaría muy contento con todos nosotros. ¿También con don Augusto Aixelà a pesar de cómo se comportó con usted? Dios Nuestro Señor tampoco está para resguardarnos de nuestras debilidades, hijo, sino para ayudarnos cuando las cometemos en nuestra ignorancia. ¡Buf!; siempre tiene usted la frase exacta, hermana, para desarmarme; su vida ha debido estar bendecida por la perfección. No crea, todo lo contrario, soy una torpe monja que no solo entregué todo mi amor de mujer a un mal hombre sino que, además, he podido elegir mal mi camino. Pues si usted no, sor Consuelo, qué podría decir yo de mí mismo, un infeliz tendero que tiene, por toda excelencia, esta triste trastienda como madriguera para sacudirse de los miedos perennes que le azotan la vida. Escucha, hijo, la música y la voz de Nuestro Señor de vez en cuando, que este es un buen lugar. ¿Ha sido usted envidiada, hermana? Supongo que sí; claro que sí: ¿por qué no? ¿Cuándo? ¡Puf!, tal vez cuando me nombraron Superiora del hospital. ¿Y por qué? No lo sé, sinceramente; quizá se envidia, y luego se hace daño a los demás, cuando se es tan mísero como pobre de espíritu, cuando te sabes incapaz de alcanzar las cotas que logran los demás. ¡Qué raro que una monja como es usted hable así! No creo que esté muy lejana de lo que Dios Nuestro Señor pensó cuando nos creó, hijo, porque supongo que Él quiso hacernos así para premiar la fidelidad en pos de las buenas obras, no de las mezquindades y hasta el odio en la mayoría de las ocasiones. ¡La leche!, con perdón: cuánto piensa usted, hermana. Yo también tengo mis dudas, cada día más grandes, del porqué y para qué de nuestra existencia, y esto no debería confesártelo, hijo. Hasta ahora, hermana, nunca he tenido una conversación tan hermosa en esta trastienda que no deja de ser el refugio de mi vida. Y yo me alegro de que así sea, hijo. Aunque no me resisto a hacerle un par de preguntas, porque la veo ya inquieta por su presencia aquí, acerca de su vida privada. Tú dirás, hijo. ¿Tanto amó al cacique?, ¿cuánto amó al falangista?, ¿hasta qué punto amó al perseguidor de gente desgraciada?, acaso ¿a quién amó fue al adinerado y prepotente? Eso no es un par de preguntas, hijo, sino un par de pares. Bueno… Todos cometemos errores en la vida, hijo, unos más grandes y otros más pequeños, pero Dios Nuestro Señor nos los perdonará si sabemos arrepentirnos con la debida contrición. Sor Consuelo, espero que no se levante de su asiento y me deje en la más profunda de las tinieblas humanas, pero he de transmitirle mis sentimientos. Dime, hijo. Me haría el hombre más feliz del mundo, hasta el punto que podría alcanzar el cielo en vida, si me dejara besarla y amarla en ese humilde camastro de esta trastienda, porque la amo, la amo tanto que Dios Nuestro Señor, como se refiere usted a Él, estará contento de ello, o al menos me perdonará, seguro. Es tarde, hijo, porque ya he muerto de vieja, recuerda si no que ya era Superiora del hospital cuando El año del diluvio.

30 marzo, 2016

Conversaciones en la trastienda (6)





                                         El capitán de la ilusión



Como sabes, esta trastienda es mi confesionario. Sí, ocurrente me ha parecido siempre este lugar, y hasta pintoresco, creo. Te decía que quiero darle un vuelco a mi vida. ¿Y eso? ¿Has pensado alguna vez en la hoz de la muerte? Bueno, en la muerte sí, algunas veces, pero no sé a qué viene a cuento lo de la hoz. Fácil: alguien o algo te siega la vida; quizás no lo entiendas si nunca has tenido una hoz en la mano y has segado la hierba, si lo hubieras hecho… Tal vez, como todo en esta vida mejor experimentarlo. Así es. Pues dime, hombre, lo que te atormenta.  No, no es que me atormente, se trata, simplemente, de que quiero cambiar mi forma de mi vida, aunque a fuerza de ser sincero, y créeme, me siento temeroso. Los temores son precisamente la cobardía de la vida. Pues a lo mejor hasta tienes razón: sabias palabras. ¿A qué vuelco de la vida te refieres? Sinceramente, no sé explicártelo bien, aunque algo así como encontrar tiempo para observar y disfrutar cuán arrogante es el canario cantando en la cima misma de un ciprés,  ensimismarme con un humilde mirlo mientras busca ansioso la comida más hedionda para llevar a sus hijos y a su pareja solitarios en el nido mientras no deja de llover y hasta sonreír dulcificando mi semblante ante una insignificante hornera aún construyendo su nido, la muy tonta. ¡Buf!, toda una clase de ornitología, querido amigo; sin embargo, sigo sin enterarme de lo que deseas, más bien de lo que pretendes, vamos. Mira, a ver, quizás intento acariciar unos senos lindos que me regale la vida aunque se esfumen de repente, sentir unos gestos desinteresados y placenteros en medio de tanto egoísmo y mediocridad, fijarme y valorar la sonrisa de un niño, desplazarme al unísono con la brisa en busca de una gaviota hermosa, incluso… qué se yo, percibir la libertad sin obligaciones perennes. Es decir, algo así como vivir sin ser sometido. Sí, tal vez. A fe que te propones cosas muy complicadas de conseguir, porque la vida no deja de ser una vereda pedregosa, que casi siempre te impide caminar como lo deseas. Quiero convencerme de que puedo, que las piedras del camino no me lo van a impedir, por muchas dificultades que tenga y deba superar. ¿Te sientes viejo? No, qué va, todo lo contrario. Entonces… ¿por qué masticas tu existencia? Tal vez, precisamente, porque quiero saborearla sin cortapisas antes de que no tenga dientes para hacerlo. Está claro: te sientes viejo. Te repito que no, ¿y sabes por qué?, pues porque todavía me alimenta la ilusión, y mientras la tenga, seré joven, tanto como yo quiera, sin importarme los años que llevo a cuestas. No sé por qué, pero me da que en vez de aspirar a la felicidad y a la libertad lo que buscas es complicarte la vida más de lo que ya realmente es. Puede ser, sin embargo, voy a intentarlo, porque siempre hay un lugar en la senda de la vida donde echar un descanso, para luego continuar. ¿No serás un iluso? ¿Y por qué no un optimista? A lo mejor. Déjame decirte lo que pienso hacer… Como tú quieras. Me embarcaré en el primer balandro que encuentre, tomaré el rumbo que me dicte el viento, gritaré a las olas cómo me sienta mi nueva juventud, diré a mi amada que aún el roce de su piel con mi piel me despierta el amor, suspiraré tan profundo que los hálitos de mi vida volverán a ser jóvenes y hasta quizá, sí quizá, un hermoso y bobalicón delfín me guiará y acompañará durante toda mi travesía hasta un lugar paradisiaco donde seré recibido como un capitán. ¿Un capitán? Sí, el capitán de la ilusión. Desde luego que puede ser maravilloso, amigo. Lo será, si soy capaz de encontrar el aliviadero necesario, la escorrentía precisa que me conduzca a una nueva vida sin ataduras. 


23 marzo, 2016

Réquiem por Antonio García Cabrera





Te has ido, compañero y amigo, con el mismo lustre y porte que le diste a tu vida, demostrando el esfuerzo perenne por hacer ver a los que te rodeaban, día a día, la realidad de la efímera existencia, quizás por obvia en el olvido de todos. Queda con mi abrazo fraterno.

15 diciembre, 2015

Felicitación Navidad 2015


  
(Ilustración: Detalle de Los Fusilamientos/Goya)


Son días de ira. Todo lo contrario, creo: estos días son de paz. ¿No percibes el ánimo del mundo? Bueno, en cierta medida sí. Igual decido a partir de ahora hablar lo menos posible, o nada. ¿Por qué? Tengo la sensación de que todas las palabras están vacías. Tampoco será para tanto, hombre. ¿Te cuento la historia que me atormenta? Como tú quieras. Mira, la a le dice a la be que quiere amedrentar a la ce, cuando todos saben que la de, en connivencia con la e y gracias a la osadía de la efe, un día como éste en la casa de la ge, decidieron acabar con la vida de la hache, la i, la jota y la ka; por otra parte, dicen que la ele, al enterarse del plan, descargó contra la eme todo su odio, pero ésta se propuso no despertar más rencores, si bien, poco después, montó en cólera al enterarse de que la ene, y tal vez la eñe, estaban dispuestas a empuñar las armas, porque presentían que la o, de acuerdo con la pe, la cu y la erre, habían decidido sembrar la violencia aunque le costara la vida a la inocente ese y a la buena de la te; al final, todas, sin excepción, incluidas la u y la uve, armadas hasta los dientes, decidieron sembrar el dolor y la muerte, sin embargo, la equis abrazó a la ye y la zeta a las dos, buscando la comprensión, el amor y la solidaridad de sus semejantes, aunque de nada les sirvió su hermoso gesto, porque al final, lo único que imperaba, también en el mundo de las grafías, era el poder. ¡Estás loco! No hablo nunca más; sólo me queda decirte algo: ¡feliz Navidad!

                                                                         Antolín Dávila
www.antolindavila.com       


                                                       

06 agosto, 2015

Conversaciones en la trastienda (5)


(Ilustración: Mujer joven en el espejo/Giovanni Bellini)


                                    Ay, las desdichas del ayer


Siempre tan comedida. Nunca había pisado esta trastienda. Ya lo sé, pero como con todo, una vez es la primera. ¿Me puedo sentar aquí, frente al espejo? Sí, muchísimo más deseable: así te veo por partida doble. ¿Es un cumplido? No: una simple realidad. Se ha hablado tanto de este lugar, cuántos comentarios escuchados, que siempre he estado temerosa de que algún día me invitaras, como lo has hecho ahora: espero no arrepentirme. No vas a tener un porqué. Aunque a fuerza de ser sincera, te puedo decir que desde joven, me ha llamado mucho la atención este sitio, sobre todo porque me preguntaba qué harías tú aquí con la gente que a menudo solías invitar desde tantos años atrás, incluso antes de morir tus padres, un muchacho apenas. Sí, es verdad: te podría decir que aquí he escondido mi vida, desde niño. ¿Escondido o aireado? Tal vez las dos cosas, sí, pensándolo bien, pero sobre todo este lugar me ha permitido vivir con intensidad cada uno de los pasos en que he ido volcando mi existencia. ¿Con hechos? Desde luego que con hechos, aunque la mayor parte con palabras, al fin y al cabo, la manera más perfecta de proyectar y sostener una vida. ¿No dicen que las palabras se las lleva el viento? Todo lo contrario, amiga: las palabras rezuman cada una de nuestras vivencias, y las hace perennes, gracias a la memoria. ¿Todas las palabras? Si no todas, al menos las que te llegan al corazón, que son las importantes, y las que caen en el pozo del sufrimiento, que te suelen marcar de por vida. Qué trascendentales nos estamos poniendo, ¿no? Tal vez porque este encuentro no ha llegado en su debido momento. ¿Tú crees? Estoy convencido; aún te recuerdo cuando venías a comprar, siempre presumiendo de tus largas trenzas, unas veces tiradas sobre la espalda y otras resguardando tus senos. Te ruego que no sigas por ese camino, por favor. El tiempo pasa, pero las sensaciones agradables quedan, se estancan en la memoria, igual que las palabras como te dije antes. ¡Cuántas historias de amor no habrás vivido entre estas cuatro paredes! Menos de las que piensas, puedes estar segura. Siempre te percibí como algo inalcanzable, alguien a quien quise conocer y jamás me atreví a dar el paso necesario. Tú también fuiste para mí, primero de niña y después ya de mujer, un tanto singular, yo diría que una persona inaccesible, pues siempre encontraba como que había una barrera infranqueable entre los dos, sin motivo aparente. Bueno, las cosas de la vida. No creas; piensa en las cosas de los sentidos, de los dobles sentidos que nos cuidan de los peligros que acechan sin poderlos evitar. ¿Peligros? Sí, sin duda: la atracción personal es el mayor peligro ante el que se puede enfrentar el ser humano en sus convivencias diarias. No debería ser así, ¿no te parece?; es más, tendría que ser todo lo contrario. Quizás; puede ser, amiga; sin embargo, pienso que es algo así como hacer frente a lo imprevisto, más bien ser cauto ante lo susceptible de no poderse dominar. ¿Estamos hablando del amor? Mejor de cuando la atracción es amorosa, sin duda. No vine a tu trastienda para hablar de esto, entre otras cosas porque nos hallamos ante un terreno minado para los dos, además de irreversible, y que ahora con esta conversación se nos están confirmando, haciendo palpables, todos nuestros buenos o malos presagios. Cierto, querida: sin saberlo, hemos asfixiado nuestros sentimientos durante años. No creo que sea así, todo lo contrario: con caridad te digo que ha sido a sabiendas, y yo sin apenas darme cuenta, pero a sabiendas; de todas formas, creo que debería levantarme y salir de esta trastienda cuanto antes. Espero, deseo sobre todo, que no sea esta la primera y la última vez que acompañes mi soledad. No creo que tú hayas conocido jamás la soledad, hombre de Dios; ¡mira que hablarme a mí de soledad! Aún podremos tener hijos, querida: ¡siempre hay tiempo para el amor! También para el odio, no lo dudes. Acaso, acaso ¿me odias? ¡Con toda mi alma!, ¡con todo mi corazón! No te entiendo, amiga: necesito una explicación. Que las paredes de esta trastienda te la den y que el espejo donde nos reflejamos ahora mismo transmita las imágenes de quienes han estado aquí antes que yo. Recuerda, o escucha: nunca debe ser tarde para nada, y menos para el amor. No, escucha tú: el tiempo pasa, pero las lágrimas nunca se secan, porque una a una se van estancando en el corazón, sobre todo cuando te han ignorado de manera lacerante, sin compasión.  


27 julio, 2015

Conversaciones en la trastienda (4)



(Ilustración: Les Alyscamps/Paul Gauguin)


Los colores del sentir


Siempre lo he pensado. ¿A qué te refieres?  Lo tengo claro. No te entiendo. Es del color de las paredes de esta trastienda. ¿De qué me hablas? Del silencio. ¿Quieres decir que el silencio tiene color y, además, es amarillo? Sí, sin duda alguna. ¿Estás bien?: ¿en tus cabales? Nunca he estado mejor. Bueno, si tú lo dices; aunque me vendría de perlas una explicación, por mínima que sea, porque me haces sentir incluso un poco tonto. Es normal. ¿Ah, sí?; ¡caramba!; desde luego, no me había percatado que mi mente es estúpida, porque hasta ahora no ha reconocido color alguno que pinte el silencio. Tampoco te molestes, amigo mío; hay cosas que se les escapan a uno, por muy evidentes que sean. ¿Evidente que el silencio tiene color? Sí, como el desamor, por ejemplo. Ah, que también tiene color el desamor; ¡joder!, me dejas asombrado; ¿y de qué color es el desamor?; dímelo, por favor, para no comprarme jamás una camisa igual. El desamor es de color negro. ¡Vaya!; pues hasta me parece bonito para lo que significa el desamor; sin embargo, no me pega mucho el amarillo para el silencio. Todo tiene su explicación, querido; a ver cómo te lo aclaro: el amarillo es llamativo, de modo que muy parecido al silencio, que también lo es; acaso, ¿no nos pasamos la vida hablando?, pues cuando no lo hacemos llamamos la atención, ¿o no?, parece como si estuviéramos un poco muertos, o perdidos, sin juicio aparente. ¡Caramba con esta trastienda!: ¡cuántas cosas aprende uno aquí dentro! No es el lugar, ni el ambiente que pueda haber, son los pálpitos de la vida, de cada uno, en este caso de mí mismo. Sí, quiero entenderlo. El otro día, y no te lo vas a creer, me topé con la ansiedad. Y tiene color, claro. ¿Te mofas de mí? ¡No, hombre!; pero si el silencio es de color amarillo y el desamor de negro, quiero pensar que la ansiedad también estará pintada; y por qué no, claro, a la vista de tu sabiduría. Aunque sé que no me estás creyendo nada en absoluto, no me importa, porque terminaré convenciéndote de lo que estoy diciendo: ya lo comprobarás cuando salgas de aquí y seas capaz de pensar. ¡Buf!; ahora hasta me asustas, amigo; pero fíjate, me voy a atrever: pintaré para ti la ansiedad, y a lo mejor hasta acierto. Al fin parece que te ha llegado la cordura. La ansiedad, sí, la ansiedad es de color rojo, seguro. No ves más allá, querido amigo, de un palmo de tus narices. ¿Ah, no es de rojo? No, estás confundido; no sé por qué me da que aún no has encontrado una explicación a tu existencia. ¡Joder! De rojo es el amor, hombre; no, si al final vas a ser tonto, y que conste que esto lo has dicho tú, no yo. ¿El amor de rojo?; ¡caramba, caramba!; pues si te digo la verdad, yo lo hacía blanco, blanco y puro con un toque cristalino. ¡La ansiedad sí que es de color blanco!; piensa un poco, ¡por Dios!; ¿en qué mundo vives o qué has hecho de tu vida en este mundo?; me resulta inexplicable que estés tan ciego, o seas tan ciego de la realidad de tu existencia. Dame una explicación, por favor, pues me estás hundiendo en la miseria: ¿cómo puede ser blanca la ansiedad? Simple y llanamente porque la pureza que encierra el blanco es inalcanzable, amigo mío, y todos tratamos de alcanzarla para encontrar la paz, pero nunca la hallamos, y eso se convierte en un sinvivir, y eso es la ansiedad mostrando su blancura, siempre presente como una novia también de blanco que jamás llega al altar, porque algo o alguien se lo impide. ¡Me vuelves loco!; ¡ya creo que estoy loco de remate!; ¡quiero acabar con esta conversación! Tampoco te lo tomes así. Dime, al menos, por qué el desamor es negro, y ni una palabra más. Porque se le ha apagado la luz al corazón, sin más. ¡Nunca más pisaré esta trastienda que ahora me parece inmunda! No me digas eso, amigo mío, que sabes bien de nuestro aprecio mutuo durante tantos años. Me voy, jamás volveré aquí, salvo que encuentre el color de mi alma, que no sé si será igual que el de la tuya.

05 junio, 2015

Retrato de treinta suspiros para una vida


Presentación libro: Todos sus cuentos
Autor: Víctor Ramírez
Lugar: Club La Provincia
LAS PALMAS DE GRAN CANARIA
Fecha: 5 de junio de 2015

Para Víctor Ramírez

El hombre se acercó taciturno a la alacena, cogió la taza vacía que allí solía guardar desde mucho tiempo atrás y se dirigió a la cocina, donde se preparó una infusión de manzanilla, no porque le apeteciera, como de costumbre a la tardecita, sino porque tenía un salto en la barriga que no lo dejaba en paz, de nervios, seguro, ya que llevaba unas horas sonándole en la cabeza el aplauso que le regalaba mucha gente, de aquí y de allá, pero que no veía, y entonces le invadía una especie de regocijo un tanto inconcebible o más bien inexplicable, que lo desestabilizaba, porque él nunca quería que le reconocieran nada, menos su trabajo y su dedicación perennes durante tantos años, pues al fin y al cabo, si él escribía era en primer lugar porque le gustaba, en segundo lugar porque daba rienda suelta a su inconformismo y, en tercer lugar, porque tenía una obsesión vital desde muy joven por remover conciencias en pos de una vida mejor para todos y una sociedad libre sin cortapisas que pocos entendían.
         Suspiraba. Hablaba a solas sin parar, cuando no le daba por cantar alguna ranchera o un corrido mejicano. A veces se decía menos da una piedra, a lo mejor pensando que debía dar más de sí mismo, sin embargo, lo curioso, es que a viva voz pregonaba una frase que nadie entendía, tal vez él sí, una frase que después de muchas discusiones, los que le escuchaban convinieron que era al otro lado del otro lado, aunque nadie se ponía de acuerdo en su significado, en qué quería el hombre decir con ella, pues mientras unos comentaban que al otro lado del otro lado se hallaba la libertad, otros afirmaban que era el lugar de la mala conciencia de los que mandaban y más de dos y de tres estaban convencidos de que se trataba del rincón donde malvivían  los pobres, los marginados de por vida, lo malo es que el hombre rubricaba sus frases sueltas al viento con otra aún más incomprensible para todos, una frase más abierta aún que desataba mil y una especulaciones: pero como si no; pero como si no qué, pero como si no lo entendieran, pero como si no pudiera transmitir sus pensamientos a pesar de la lucha constante por hacerlo, pero como si no se diera cuenta nadie de lo que ocurría, pero como si no los mandones perdieran la conciencia de sus desmanes; ¡cualquiera sabía!
         Gemía apenas el hombre. Deliraba a veces. Miraba tras las rendijas de los amaneceres o en los huecos de la noche cerrada. Cantaba a escondidas. Sonreía en ocasiones sin ton ni son, quizás cuando encontraba una palabra que le iba a servir para transmitir a los demás sus alientos a través de la escritura, como un poeta, como el poeta que se alimenta de carroña si fuera preciso, como tantas veces había hecho él con sus grafías, echándolas a volar igual que si se tratara de palomas mensajeras, unas con olvidos y otras con recuerdos, lo mismo daba que se tratara de una Nochebuena que de una mala noche donde las pesadillas se lo comían por dentro.
         A pesar de todo, no se dejaba asustar el hombre por la vida, todo lo contrario, buscaba en ella los resuellos aquí y allá, y a fe que los encontraba, aun cuando la esperanza hecha piedra trataba de coartar sus pálpitos y pasiones, también sus estremecimientos y sus sosiegos, y le daba igual al hombre que ese martirio de la vida fuera despierto o dormido, como una noche, cuando soñó que había perdido un ojo y se había quedado sólo con un ojo de pulga en el centro de su frente, que más tarde le sería arrancado por una bala de goma en una de las manifestaciones a las que tanto le gustaba acudir para gritar ¡libertad!, en definitiva, el soñador de sueños imposibles o el escritor y un miedo más, como siempre le había pasado en la vida, ora de joven ora de viejo, tal vez por pensar, sobre todo por querer pensar y después transmitir sus pensamientos a los demás, a sabiendas de que encontrarían oposición en otros muchos que sin ser sordos ejercían como tales, para su desgracia, aunque el hombre definía eso como rutina, rutina, y se convencía a sí mismo de que debía continuar, por más chantaje bendito que le cayera encima, quizás porque como decía buscaba lo más hermoso de mi vida, de su vida, a pesar de que a menudo sufría por el hedor de esquirola, que le llegaba de aquí y de allá, por más que trataba de soslayarlo, de pasar girando la cabeza al otro lado para no dejarse embaucar.
         Nadie sabía el porqué, pero lo cierto es que el hombre tenía como favorita la frase Diosnoslibre, toda junta, toda juntita diría él, sin separaciones de las tres palabras, porque si no fuera así significaría otra cosa, seguramente, algo muy distinto, como cuando se le escuchaba muchas veces en un susurro decir precisamente, como si de una sentencia se tratara, con un asentimiento firme y categórico: precisamente las cosas son así y no de otra manera, que lo decía él que lo había vivido y sufrido en sus propias carnes.
Le gustaba el mar al hombre, pero sobre todo la arena rubia, para pisarla y verse las huellas que iba dejando como si fuera su vida misma, también para tumbarse y desparramar su mirada en derredor, incluido el horizonte lejano, observando la hermosura que lo rodeaba, porque los ojos siempre son niños, podría decir pero nunca lo dijo, si bien era cierto que hablaba de la tercera mitad del cariño, sin explicar cuál era la primera y la segunda mitad del cariño, aunque lo más probable es que sería algo bueno, algo amoroso y placentero, porque del hombre no se podía esperar otra cosa, que luego plasmaría en sus universos particulares repletos de belleza y sugerentes por sí mismos para hacer pensar a los demás, sin remedio, de la misma manera que hacía cuando hablaba de don Régulo Alcántara, o de Elías Arcángel Bermúdez, incluso cuando se preguntaba de forma machacona, pesado como él solo pero lleno de ilusión, por qué me acordaría de Ferminito Ñeca y demás, por no mencionar sus palabras acerca de un tal capitán Tibicena, pues el hombre conocía no sólo de pescadores, soldados y marineros, sino también de capitanes y de quien se le terciara, fueran pobres o ricos del barrio o de lugares lejanos.
El hombre paseaba por la vida, y meditaba, en ocasiones martirizándose a sí mismo, también luchando a brazo partido  para evitar dejarse domar, hasta el punto de mostrar su rebeldía, cuando no su pasmo o estupor, llegando a la conclusión de la indómita contumaz estupefacción, como solía denominar aquellos momentos suyos de supervivencia o de flojera para ir afrontando la vida, hasta que llegaba el momento crucial y cogió el lápiz para escribirle al primero que se encontrara que ya le seguiré contando de mi existencia, y cuando le replicaba su interlocutor se limitaba a lanzar como un dardo al aire una sola pregunta, simple, muy simple: ¿y qué?, al fin y al cabo, como afirmaba sobre sus planteamientos, porque así fue aunque a lo largo del camino de la vida pudieras estar equivocándote de trampa.
Recordaba a el Chillón, cuando decía mejor me callo, porque tampoco el hombre se creía estar en posesión de la verdad absoluta, sin embargo, comedido, él era consciente que tras aquel partido, que no era otro que el de la vida contra su lucha constante, se sentía más ganador que perdedor, porque en todo lo que había hecho fue dejando hasta su alma.

Terminó el hombre diciendo allá ustedes, probablemente dando a entender que ahí dejaba su obra, su literatura, para que pensaran, para que fueran mucho más allá de donde él siempre quiso ir, o mucho más acá, daba igual, porque lo importante, el rezumo, quedaba en las letras que el hombre iba arrojando tras de sí para que degustaran los demás, desprendido como él solo sabía serlo.