24 mayo, 2016

Conversaciones en la trastienda (7)


Debate: El año del diluvio
Autor:   Eduardo Mendoza
Fecha:   24 de mayo de 2016
Lugar:   Ámbito Cultural de El Corte Inglés
             Las Palmas de Gran Canaria

                                                  Querida sor Consuelo

Pase usted, hermana, y no se preocupe por su compra, que ya se la he puesto tras el mostrador. Muchas gracias. Como puede ver, no es una gran mansión mi trastienda. Pero es un sitio acogedor: me gusta. Nada que ver con cualquier estancia en la casa de don Augusto Aixelà, ¿no es cierto? No me habrá invitado a pasar para hablarme de alguien en particular, ¿verdad? Comprenderá que al interesarme por usted también lo haga por su vida. Bueno, sí, al fin y al cabo todos lo hacemos de una u otra manera. Sabe, hermana, me fascina. ¿Hasta tanto llega esta pobre monja? Sí, a fe que no pienso en otra cosa desde que me hablaron de usted por primera vez. Caramba, la fascinada debo ser yo por el interés que despierto. Me han comentado tantas cosas de sor Consuelo, una monjita de San Ubaldo de Bassora, que llevo tiempo rogando a Dios que pasara usted algún día por aquí, me comprara algo y aceptara pasar a esta trastienda. Pues aquí me tiene, hombre de Dios. Tengo tantas cosas que decirle, que preguntarle, pero no sé por dónde empezar, se lo aseguro. Podría hacerlo por el principio, como siempre, ¿no cree? Es usted una persona que transmite paz y vitalidad, sí. Una monja no debe aceptar tales cumplidos, como comprenderá; pero bueno, sí que puede agradecerlos, aunque sea a hurtadillas. También es usted muy guapa, hermana, más de lo que imaginaba, y mire que le he puesto cara miles de veces desde que supe de su existencia. Por favor…, le ruego que no tome ese camino, o me levantaré de inmediato. Disculpe, hermana, solo le estoy siendo sincero, con mi mejor buena fe. Así lo espero. Dígame una cosa, sor Consuelo, ¿es cierto que estuvieron a punto de fusilarla? Los designios de Dios, hijo, no lo dude. Ay, hermana, qué atrevimiento el suyo, encerrarse con un hombre armados hasta los dientes y herido por la Guardia Civil, a sabiendas de que era un bandolero además de un fugitivo. Los mismos designios de Dios: el camino que Él nos marca es inhóspito a veces, quizás para poner a prueba nuestra fortaleza y ser buenos ante la vida y ante los demás. Pero escuche, hermana, y no me lo niegue, por favor, porque me disgustaría tener la menor decepción con usted: ¿es verdad que empuñó una pistola y le disparó unos pocos tiros a la Guardia Civil, miembros del ejército y falangistas para cubrir al bandolero? No debo reconocerlo aquí, aunque tampoco sé muy bien lo que hice en aquellos momentos, créame; de todas formas, no entiendo por qué me estoy sometiendo a este interrogatorio por su parte, cuando solo debo rendir cuentas ante Dios Nuestro Señor. Quizá porque nos hemos caído bien, sor Consuelo; de todas formas, déjeme decirle que valoro en su justa medida su lucha y sacrificio por los demás, como ese afán por construir un asilo de ancianos sin contar con medios para ello. Gracias; algo bueno debía tener, por Dios. Querida sor Consuelo, por lo menos para mí, tiene tantas cosas buenas que el mundo sería otro si fuera gobernado por usted. Las almas, hijo, se han de gobernar por sí solas, no lo olvides, y es Nuestro Señor quien está ahí siempre presente para prevenirnos de las ventiscas de la vida, al fin y al cabo las pasiones, las ambiciones y las envidias. Estaría hablando aquí, en esta trastienda, con usted toda la vida. Eso no sería malo, desde luego, porque si en este mundo se hablara más, se compartiera más, Dios Nuestro Señor estaría muy contento con todos nosotros. ¿También con don Augusto Aixelà a pesar de cómo se comportó con usted? Dios Nuestro Señor tampoco está para resguardarnos de nuestras debilidades, hijo, sino para ayudarnos cuando las cometemos en nuestra ignorancia. ¡Buf!; siempre tiene usted la frase exacta, hermana, para desarmarme; su vida ha debido estar bendecida por la perfección. No crea, todo lo contrario, soy una torpe monja que no solo entregué todo mi amor de mujer a un mal hombre sino que, además, he podido elegir mal mi camino. Pues si usted no, sor Consuelo, qué podría decir yo de mí mismo, un infeliz tendero que tiene, por toda excelencia, esta triste trastienda como madriguera para sacudirse de los miedos perennes que le azotan la vida. Escucha, hijo, la música y la voz de Nuestro Señor de vez en cuando, que este es un buen lugar. ¿Ha sido usted envidiada, hermana? Supongo que sí; claro que sí: ¿por qué no? ¿Cuándo? ¡Puf!, tal vez cuando me nombraron Superiora del hospital. ¿Y por qué? No lo sé, sinceramente; quizá se envidia, y luego se hace daño a los demás, cuando se es tan mísero como pobre de espíritu, cuando te sabes incapaz de alcanzar las cotas que logran los demás. ¡Qué raro que una monja como es usted hable así! No creo que esté muy lejana de lo que Dios Nuestro Señor pensó cuando nos creó, hijo, porque supongo que Él quiso hacernos así para premiar la fidelidad en pos de las buenas obras, no de las mezquindades y hasta el odio en la mayoría de las ocasiones. ¡La leche!, con perdón: cuánto piensa usted, hermana. Yo también tengo mis dudas, cada día más grandes, del porqué y para qué de nuestra existencia, y esto no debería confesártelo, hijo. Hasta ahora, hermana, nunca he tenido una conversación tan hermosa en esta trastienda que no deja de ser el refugio de mi vida. Y yo me alegro de que así sea, hijo. Aunque no me resisto a hacerle un par de preguntas, porque la veo ya inquieta por su presencia aquí, acerca de su vida privada. Tú dirás, hijo. ¿Tanto amó al cacique?, ¿cuánto amó al falangista?, ¿hasta qué punto amó al perseguidor de gente desgraciada?, acaso ¿a quién amó fue al adinerado y prepotente? Eso no es un par de preguntas, hijo, sino un par de pares. Bueno… Todos cometemos errores en la vida, hijo, unos más grandes y otros más pequeños, pero Dios Nuestro Señor nos los perdonará si sabemos arrepentirnos con la debida contrición. Sor Consuelo, espero que no se levante de su asiento y me deje en la más profunda de las tinieblas humanas, pero he de transmitirle mis sentimientos. Dime, hijo. Me haría el hombre más feliz del mundo, hasta el punto que podría alcanzar el cielo en vida, si me dejara besarla y amarla en ese humilde camastro de esta trastienda, porque la amo, la amo tanto que Dios Nuestro Señor, como se refiere usted a Él, estará contento de ello, o al menos me perdonará, seguro. Es tarde, hijo, porque ya he muerto de vieja, recuerda si no que ya era Superiora del hospital cuando El año del diluvio.

2 comentarios:

Benito S. dijo...

Magnífica conversación Antolín. De lo más sugestiva.

Unknown dijo...

Leerlo crea adicción.