18 diciembre, 2008

El borrico triste


(Ilustración: Anónimo)


Siempre estuvo en el mismo sitio, dando la impresión de haber nacido, crecido, trabajado y envejecido allí mismo, junto a la era y sus alrededores, un sinfín de caminos estrechos con orillas cubiertas de cardos, donde él, con la cabeza gacha y el ánimo desprendido, iba comiendo mordisco aquí y mordisco allí como si fuera lo último que hiciera en la vida.
Rucio, apagado y medio cojo, dejaba una marca de tristeza a su paso, y nadie lo oyó jamás rebuznar, ni revolcarse en la tierra fresca una tarde de verano, mucho menos enseñar sus dientes amplios y amarillentos de vejez.
Los niños jugaban a su alrededor y, de vez en cuando, le acariciaban sus inmensas orejas y le hacían carantoñas de amistad, pero el borrico tristón nunca regaló una sonrisa y sólo dejaba ver apenas los ojos que Dios le dio y que nunca alumbraron su vida, porque no hubo sol para él, sólo una mancha negra extendida.

No hay comentarios: