15 enero, 2014

El Premio Canarias de Literatura: un pedestal para el olvido


Por Daniel María

El Premio Canarias de Literatura nació para olvidar. Esto podemos suponer si se tiene en cuenta la enorme discordancia que perdura entre los galardonados y quienes nunca lo fueron. La importancia o necesidad de los premios suele ser objeto de debate, pero ya que este galardón existe y se lleva otorgando desde 1984, es preciso atender qué ha venido a aportar, a señalar o a distinguir desde su creación. Nació como el máximo galardón que recaería en las figuras esenciales de las letras canarias; así lo demostraron las primeras concesiones anuales e ininterrumpidas desde Domingo Pérez Minik, que inauguraría la lista de ilustres, seguido de Agustín Millares Sall, Ventura Doreste, María Rosa Alonso, Juan Marichal, Rafael Arozarena, Isaac de Vega, Pedro Lezcano, Manuel Padorno y  Carlos Pinto Grote, a partir del cual la edición del premio pasaría a ser bienal y a recaer en Luis Feria, Sebastián de la Nuez y Justo Jorge Padrón. Luego, el Premio Canarias de Literatura pasaría a concederse cada tres años, siendo los galardonados hasta la fecha Juan Cruz Ruiz, Arturo Maccanti, Juan Manuel García Ramos, José María Millares Sall y Luis Alemany.

La prensa local y los corrillos literarios insulares acogen distintas versiones, dimes y diretes acerca de las enemistades, los pactos, las traiciones, los desaires y las venganzas que unos a otros como jurados, asesores o simpatizantes han protagonizado. Los hechos son los hechos. Y los hechos derivan en olvidos y vergüenzas que hieren la sensibilidad de cualquier lector o de cualquier estudioso, por pocos que seamos, de la literatura canaria.
Los premios honoríficos de esta envergadura se asumen como distinciones a la excelencia, al quehacer constante, a una vida entregada a la literatura y a una escritura fundacional, en la medida en que a estas alturas se pueda alcanzar la originalidad, o precisamente por eso mismo, porque parece que todo está escrito, haber aportado un camino nuevo, una mirada diferente y bella. Bien también que, en ocasiones, un autor de escasos títulos ha logrado una contribución extraordinaria; bien también que poco publicado no significa poco escrito. De igual modo, los ensayistas, críticos e investigadores de la literatura canaria o nacidos en las Islas y que hayan dedicado sus esfuerzos al estudio de las letras universales constituyen parte inherente de esta herencia. Con todo, un galardón como el Premio Canarias de Literatura deviene en conformar una continua y actualizada mesa de edad de nuestras letras, un espacio donde sea posible identificar el patrimonio literario del Archipiélago. Siguiendo esta visión del asunto, es descorazonador atender a los datos que se ofrecen a continuación: Félix Casanova de Ayala muere en 1990 a los 75 años, Andrés de Lorenzo-Cáceres muere en 1990 a los 88 años, Joaquín Artiles muere en 1992 a los 89 años, Josefina Pla muere en 1999 a los 96 años, Domingo Velázquez Cabrera muere en 1999 a los 88 años, Alejandro Cioranescu muere en 1999 a los 88 años, Sebastián Sosa Barroso muere en 2001 a los 77 años, Digna Palou muere en 2001 a los 68 años, Josefina de la Torre muere en 2002 a los 95 años, Pino Ojeda muere en 2002 a los 86 años, Pino Betancor muere en 2003 a los 75 años, Antonio García Ysábal muere en 2008 a los 69 años, José Antonio Rial muere en 2009 a los 98 años (se le otorgó la Medalla de Oro del Gobierno de Canarias en 2007, no sabemos si debido a que dicho año no tocaba conceder la categoría de Literatura), Ana María Fagundo muere en 2010 a los 72 años, Manuel González Sosa muere en 2011 a los 90 años. En el caso de Pilar Lojendio, la poeta murió tempranamente -en 1989 y a los 58 años-, al igual que Natalia Sosa Ayala (que murió en el año 2000 a los 62 años), Esperanza Cifuentes (fallecida en 2002 a los 58 años), Alfonso O’Shanahan (que murió en 2009 a los 65 años) y Amadou Ndoye (que murió en 2013 con 66 años). No obstante, de continuar vivos recibirían, indudablemente, el mismo trato. 

Todos ellos forman parte de la valiosa fortuna de la literatura canaria. Son escritores relevantes de nuestras letras que, en vida y para pavor de todos, contaron con el olvido de la oficialidad como incesante compañero de fatigas. El caso de José María Millares Sall es tan vergonzoso como patético. Cuánto hacía que uno de los más inmensos poetas que han dado las letras canarias merecía este galardón como para venir a suplir la deuda y el desaire meses antes de su fallecimiento en 2009, a los 88 años de edad, cuando las fuerzas del poeta flaqueaban y desde hacía unos años gozaba de una merecidísima atención (tan lograda como tardía) de editoriales, medios y críticos. Descubrimiento que propició la concesión póstuma del Premio Nacional de Poesía en 2010. Casi ninguno de ellos goza actualmente de una edición de sus obras completas (la literatura canaria está repleta de inéditos ignorados), apenas subsisten sus títulos en las bibliotecas y la inmensa mayoría de los estudiantes de Filología de las universidades canarias los desconocen (aludo a estos por su evidente proximidad), ya que, salvo insólitas excepciones, estos autores no tienen cabida en los programas curriculares, de lo que resulta natural que no sean objeto de estudio de Trabajos de Fin de Grado, de Fin de Máster, Tesis doctorales, etc.
Por otro lado, viene a colación cuestionarse a qué derivan sus presupuestos, por escasos que resulten en estos tiempos, las instituciones culturales que incluso en su nomenclatura aluden a los estudios, las letras o la cultura canarios y que no fomentan la creación de becas que permitan a estudiantes, licenciados y graduados dedicar sus esfuerzos al rescate, la visibilidad, la reivindicación y la dignificación de autores y obras de la literatura canaria. Estas instituciones están pobladas de profesores universitarios y de intelectuales de reconocido prestigio, pero desde sus privilegiadas posiciones no actúan en consecuencia con el sentimiento y la pasión que se les presupone; es decir, aquello que un día les movió a atender a la literatura canaria. 
A mis oídos ha llegado que se maneja el criterio de que otorgar el Premio cada año puede originar la devaluación del mismo; esto es, que se agoten los buenos escritores y comience a recaer en manos de autores mediocres. Cabe preguntarse entonces, atendiendo a la sangrante lista de olvidados, si esto no ha ocurrido ya. ¿El Premio Canarias de Literatura sobrevive para calmar egos de imposibles Premios Nobel, pagar fiados en bares y pensiones, saldar deudas por favores, enchufes o silencios? Además, ¿por qué llegó a entregarse ex aequo, contradictoriamente, en dos ocasiones: a María Rosa Alonso y Juan Marichal en 1987, y a Rafael Arozarena e Isaac de Vega en 1988? ¿Pensaban que se morirían pronto? Isaac de Vega mantiene su burla particular al respecto. 
¿Nació el Premio Canarias para ignorar la tristeza enraizada de Pino Ojeda, los lirios azules que a Pino Betancor le brotaban en los sueños, el pulso atlántico de José Antonio Rial, la muerte que enlutaba la tinta de Félix Casanova de Ayala, el marzo incompleto para siempre de Josefina de la Torre? Quisiera asegurar al Premio Canarias de Literatura diez años de esplendor proponiendo a los próximos galardonados, según mi criterio particular: Nivaria Tejera, Emilio Sánchez Ortiz, Andrés Sánchez Robayna, José Rivero Vivas, Jorge Rodríguez Padrón, Elsa López, JJ Armas Marcelo, Eugenio Padorno, Ángel Sánchez y Olga Rivero Jordán. Desearía igualmente la inclusión en esta lista de Juan Jiménez, Lázaro Santana, Juan José Delgado, Alberto Omar Walls, Yolanda Arencibia, Isabel Medina, Antolín Dávila, José Carlos Cataño, Sabas Martín, Víctor Ramírez, Juan Pedro Castañeda,  Emilio González Déniz, Rafael Fernández Hernández, Nilo Palenzuela, Cecilia Domínguez Luis, Olga Luis Rivero, Anelio Rodríguez Concepción, Víctor Álamo de la Rosa…; de cuyas obras y excelencias no sé qué consideración tendrán los futuros jurados, y a quienes el actual y estúpido carácter trienal del premio los puede eternizar hasta la omisión. 
Podrá permitirse el pueblo canario vivir ajeno a su literatura, pero quienes formamos parte de ella, quienes la consideramos con ese temblor en el pecho tan parecido al amor, no podemos más que enrabietarnos, incidir en la deshonra y señalar el hollín sucio de la infamia con que se pretende hacer historia desde la simpleza intelectual. Y este descalabro tiene responsables, pero cuenta también con remendadores: quienes ocupan los cargos en la gestión pública desde los que liderar el cambio de rumbo. No permitamos que subsista un pedestal para el olvido.

Con este artículo el autor consiguió el premio de periodismo Leoncio Rodríguez, convocado por el periódico El Día de Santa Cruz de Tenerife


17 diciembre, 2013

Felicitación Navidad 2013




Buscaba el hombre algo para entretenerse. Decidió mirarse al espejo, y quiso sentirse joven y apuesto, algo así como un Rick Blaine, el de Casablanca, pero se vio avejentado y sin ganas de nada. Intentaba encontrarse la sonrisa pero no la hallaba, ni la suya de siempre ni ninguna otra. Guiñaba los ojos, ora uno como si lo hiciera para un niño ora el otro destinado a una dama de buen ver. Suspiró. Y para su sorpresa, de repente, vio reflejada en el espejo a la bella y hermosa Ilsa Lund, la de Casablanca también, quien le puso una mano sobre el hombro y le susurró al oído algo así como ánimo, hombre, que no se es viejo por la edad, sino por los lamentos; y le felicitó la Navidad, para agradecimiento infinito e ilusión eterna del hombre. 


17 octubre, 2013

Vaivenes de amor






“El barco del amor”

Aun sabedora de que no embarcaba en su barco de amor, zozobró infectada y se ahogó en la pena.


“El tatuaje del amor”

(Para María Pérez y su hija)

Tu mirada es mi mirada, y el amor de las dos.


“Miradas de desamor”

Me miras, te miro y sonreímos lastimeros, apenas nada.


"El edificio del amor"

Se olvidó de que las columnas del amor no son materiales, ni mucho menos.


“Tristes cosas de amor”

Dijo que lo iba a querer siempre, ignorante de que la vida se come hasta la memoria.


“El cine de amor”

 Se besaban con inmenso amor hasta que se daban la espalda, sin saber el porqué, o sí.


“Brindis de amor”

Brindaban por el amor de los dos, hasta que llegaba la noche y otras palabras fusilaban el verdadero amor. 


“La arquitectura del amor”

 Equivocada, confundió la arquitectura de la vida con la arquitectura del amor, y así se le escapó para siempre.


23 julio, 2013

Publicado en el periódico Canarias 7





Título:        Antolín Dávila, novela existencial
Autor:        Nicolás Guerra Aguiar
Fecha:        20 de julio de 2013
 
 
Podría resultar desfasado en el tiempo, sin duda. Pero  al paso de las horas de dos tardes que fueron monólogos dialogados con asentimientos y muchas coincidencias, la conversación con el novelista Antolín Dávila me retrotrajo a cuarenta y dos años atrás, cuando en la vivienda lagunera  de José Antonio Luján volaron los tiempos nocturnos y los del alba mientras nos embelesábamos con la palabra de don Rafael Muñoz, dominico desterrado a la Universidad lagunera y sabio que nos llevó de la mano al pensamiento filosófico –existencialismo, Heidegger, Sartre…- semioculto hasta el momento en aquella distanciada Universidad donde años atrás brilló la docencia de don Emilio Lledó, maestro en la Filosofía, al que no conocí.

 Porque Antolín Dávila es escritor, pero filosofa existencialmente. Y es cierto que escribe, y su obra rezuma calidad –al menos la que conozco- porque sabe cómo hacer una novela, cómo escribir un relato, cómo enganchar al lector que lo desconocía (he de admitirlo, y lo lamento por mí) hasta hace poco. Y ese desconocimiento me desestabiliza incluso profesionalmente (a fin de cuentas, uno ejerció en el aula como profesor de Literatura) aunque ahora mismo ya no solo sé quién es, incluso físicamente, sino y sobre todo como apuntalador de palabras perfectamente ordenadas, de estructuras novelescas –las más de las veces, incluso noveleras- que responden a las puras esencias de la obra bien hecha, aquella que deja satisfechos a los lectores y al propio autor.

 Antolín Dávila habla de la libertad –más bien de su ausencia, incluso de su imposibilidad- cuando dialoga con sus personajes novelescos, algunos de los cuales me devolvieron a aquellos años, digo, de don Rafael Muñoz, el profesor de Filosofía (un rebelde dominico de razonamientos) que nos hizo pensar sobre la supuesta independencia del ser humano expulsado a un mundo agresivo en el cual ha de vivir el absurdo de su existencia.

 Así es, por ejemplo, Antuán, en absoluto trasunto o supuesto álter ego del propio Antolín en su novela Una rosa en la penumbra, tal vez uno de los más exquisitos personajes creados por él –por duramente existencial y angustioso-, al menos en lo que sé de su obra. Un protagonista que no es tal, por más que lo parezca. Porque –así se lo comento entre buchitos de café y ausencias de cigarrillos, pues estamos bajo techo- el personaje central de esta novela no es un ser vivo con un nombre, Antuán. Y Antolín coincidió conmigo en la valoración: todo gira en torno a los condicionantes externos que lo llevaron no sé si a odiar a la mujer-sexo-gemido-profesión (a fin de cuentas, su abuela y su madre), pero sí al menos a identificar a una -la besó a los cincuenta años- con la rosa blanca (pureza), fundamental elemento simbólico que nada tiene que ver con la rosa roja de Garcilaso –pasión-, la odorífera rosa alejandrina de Cairasco, la dorada quesadiana –realización plena- o la azul lorquiana –esterilidad-.

Al final, Antolín habla de los caminos machadianos para referirse a aquellas rutas que no logramos transitar porque “hay condicionantes que nos lo impiden”. En la vida –y esto es puro existencialismo- tomamos veredas, pero nunca accedemos al camino principal porque está rodeado de infinidad de rutas accesorias que nos impiden el arribo a la vía principal. (Si es que, le comento, esta existe.)

 Por tal razón, lo maravilloso de la escritura para él –y deja de ser el existencialista sereno, pura contradicción- es que el escritor puede manejar el mundo a su medida. Y por eso el narrador es autor no ya de ficciones o novelas. Es, fundamentalmente, creador. Y como tal –aunque crear se entienda como producir algo de la nada- el novelista inventa, recrea, satisface su mundo novelesco y es capaz –a veces por placer; otras, por necesidad vital- de manipular para distorsionar la verdad y regalarle al lector acciones y actitudes imposibles en la vida real. Aunque tal comportamiento, claro, le permita vivir. Pero, a la vez, sufrir todo lo que escribe.

 La realidad, pues, es manejable para Antolín Dávila. Y él ha pretendido llevarla incluso más allá de ella misma, es decir, des-realizarla para identificarla con la ficción, de tal manera que ambas se confundan y perfeccionen  -y esto no sé si es existencialismo- ante la complicación de las relaciones humanas.

 Tampoco sé si son los sesenta años de su vida o que sus primeras esencias fueron en San Mateo (llegó a conocer a los pájaros por el canto y por cómo hacen sus nidos), pero lo cierto es que tanto en las palabras que actúan tal barrancos de pensamientos como en sus silencios para buscarlas en la razón, Antolín Dávila emana seriedad, rigor, conocimiento exhaustivo de la vida. Y aunque le tiro de la lengua para que identifique la vida como pura angustia  existencial, eso lo deja para sus personajes, aunque no todos sufren la tragedia de su propia existencia.

 Quizás su desvinculación de movimientos y comportamientos grupales (le comento que también ahí nos identificamos) le hace ver la realidad tal como es, sin ficciones a pesar de su mundo fantasioso por novelesco. Y también quizás por su natural islamiento (acaso por algo de timidez o de libertad absoluta), nadie ha criticado al novelista, aunque puede opinarse de su novela. Y Una rosa en la penumbra, opino, es de las mejores que he leído entre las buenas  producciones aparecidas en Canarias. Porque no consiste en dar una nota, en ubicarla en un puesto de competiciones. Antolín Dávila es admirado por los nuevos y muy buenos escritores –la Generación del COU, por sus edades- que respetan en él su no ubicuidad estilística. Por eso lo invitan a actos comunes, y Alexis Ravelo y Santiago Gil –entre otros- lo valoran. Fue de los poquísimos novelistas ajenos a la hiperbólica voz narraguanche que consiguió (años ochenta) ser finalista en los premios Benito Pérez Armas, Ateneo de Valladolid y Pérez Galdós, títulos que además se publicaron, y gana en 1988 el Benito Pérez Armas de edición con El cernícalo, hoy reeditada… 

Pero como ya tiene sus años –por suerte, años significan calidad y producción novelesca-, también puede mirar hacia atrás. Y, como muchos jóvenes de su edad o los pollillos cuarentones de hoy, recuerda a Emilio González Déniz, el culpable de que Una orla para todos (1988) lo lanzara definitivamente a estas cosas de la escritura.

 Sí, es cierto. Antolín Dávila es pasión novelesca pero, a la vez, serenidad en la novelación. Tres horas de palabras ordenadas –a veces necesariamente apasionadas- dan para confirmar sospechas y fortalecer afirmaciones: cuando se reescriba sobre la novela en Canarias, Antolín Dávila ocupará el lugar que le corresponde. Y será de los primeros no por la D apellidal, sino por su obra. Una rosa en la penumbra, por ejemplo, será un título imprescindible. Y con razón, claro.

 

09 julio, 2013

Retazos VII




El taconeo

Un taconeo persistente se le acercaba cada vez más, y era la muerte, sin duda.


La nueva ilusión

Taciturno, miraba al horizonte en busca de la ilusión perdida, hasta que supo encontrarla.


La sinrazón

Cómo se perdió la pobre mujer envuelta en la sinrazón.


El niño y la vejez

Prendado de la sonrisa del niño, también se sintió niño, a pesar de su irremediable vejez.


Los amores perdidos

Minuciosa, archivaba las cartas de sus amores lejanos, tal vez intentando atrancar su memoria.


El hombre escaldado”

Escaldado, se limpiaba los hombros de tantas palmadas, descansando enseguida como un bendito.


El barco equivocado

Sabedora de su error, se embarcó con su tristeza en el olvido, hasta que llegó a zozobrar.


El adiós del amor


Dejó tirados los labios sobre la mesa y el corazón en el cubo de la basura, sin remisión.


23 junio, 2013

La mujer del pasillo de la gran recepción




El hombre fumaba, no se cansaba de fumar, en aquel pasillo antes de la recepción del gran hotel, transformando cada escena que se daba ante sí en un universo muy particular, el suyo, aunque condicionado por la realidad que se le presentaba ante sus ojos a cada instante, sin poderlo evitar.
            No hablaba con nadie, si acaso, entreverado por escenas diferentes, con el portero del hotel, un hombre mucho más joven que él ansioso porque iba a recibir a su primer hijo y de quien nunca supo si tuvo esa fortuna. Pero allí seguía, cumplidor con las reglas contra el tabaco, fumando y observando durante 6 días, a veces, si era por la mañana, después de tomarse un café en un bar cercano, buscando un rayo de sol para mitigar el frío mañanero.
            Ante sí pasaban los clientes del hotel, unos entrando y otros saliendo, algunos ya conocidos de días anteriores y otros recién llegados, o llegando arrastrando sus variopintas maletas, como aquella pareja ya bien conocida por el hombre fumador, ella una mujer joven todavía y él un sesentón de poco pelo, gafas de culo de botella y cara extremadamente feliz, porque se le notaba.
            —Vos me estás haciendo muy feliz. Nunca he vivido momentos como estos. Siempre te amaré y te llevaré conmigo: serás mi gran amor —alcanzó a escuchar el hombre fumador.
            El hombre sesentón puso cara de idiota y el hombre fumador agachó la cabeza para no verse sorprendido por la mirada de aquella mujer, la misma que, cada noche, lo acompañaba en el pasillo, antes de la gran recepción, a fumarse como mínimo un par de cigarrillos y a tratar de intimar con él.
            —¿Sabés que fumas como Humphrey Bogart? Me gusta mucho —le dijo aquella noche.
            —Ah, no lo sé: lo desconocía.
            —¿Lo hacés todo tan lindo?
            Insinuándose, con descaro, casi lo perseguía a lo largo del pasillo, pero el hombre fumador la evitaba, bien hablando con el portero del hotel bien alejándose hasta la calle, momentos que la mujer aprovechaba para coger el móvil y comenzar a hablar con otros hombres o alguna amiga a la que daba de merecer, porque decía estar divina con el hombre sesentón, a quien calificaba como un iluso más que hasta se creía que lo amaba y lo amaría siempre, y se carcajeaba sin compasión.
            —¿Por qué me rehúyes, Humphrey Bogart?
            El hombre fumador calló, mantuvo un mutismo absoluto y sólo inhaló el cigarrillo como si fuera su última bocanada de humo en la vida, no sin mirarla de arriba abajo con cierto desprecio.
            —¿Querés venir mañana a un asado? Me invitaron mis familiares, los muy casamenteros, que pretenden unirme a un fantasma y putero para quitarse de encima la carga de mi presencia.
            —No. Gracias —musitó apenas el hombre fumador.
            —Oye, que a mí no me importa entregarme a ese fantasma que me proponen, total, qué más da uno que otro.

            El hombre fumador no pudo más, apagó su cigarrillo estrujándolo contra el cenicero con rabia y abandonó el pasillo, adentrándose en la gran recepción del hotel, asqueado y sintiéndose engañado como si él fuera el hombre sesentón que debería estar ya durmiendo como un bendito en cualquier habitación del hotel, cornudo como él solo.


28 mayo, 2013

Introducción debate "Una rosa en la penumbra"



- Debate:                    “Una rosa en la penumbra”
- Fecha:                      Día 28 de mayo de 2013, martes
- Hora:                       19.00 horas
- Lugar:                     Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés
                                  Las Palmas de Gran Canaria


Sabedor de que ya ustedes conocen mucho, como miembros de este Club de Lectura de El Corte Inglés, de quienes vamos a hablar esta noche, quiero dejar patente que yo estoy aquí sólo como mensajero, como vocero de un buen número de personas que viven en la calle Sola del barrio de Canterías de la ciudad de Tornas, un barrio muy peculiar, conformado por sus catorce casas alineadas y todas con idéntica fachada, con un callejón de separación entre ellas, por si acaso, y dos piedras vivas como mojones para que nadie se confunda dónde están sus límites.
                        Acabo de salir de allí, si es que aún no lo estoy, tampoco lo sé a ciencia cierta, y espero que todos estén muy pronto subiendo su pedregosa cuesta de acceso, descubriendo la idiosincrasia de este lugar y los pálpitos de su gente, sus rasgos y caracteres, sus amores y desamores, sus penas y sus alegrías, sus aromas y sus alientos, sus peripecias vitales en fin, poco a poco, como quien va en busca de una rosa en la penumbra y teme ser herido por alguna espina.
                        De modo que estoy aquí como vocero o mensajero de todos los habitantes del barrio de Canterías como, por ejemplo, de Honorato, más conocido por el Gato, quien me ha pedido que le lleve una docena de voladores a mi regreso, porque ya se le han terminado los que le dieron para la fiesta en honor de Magdalena, la Magna, y está cansado de coger ratas y cucarachas en los callejones que dan origen dos a dos las casas de la calle Sola.
                        También mensajero de las niñas Padronas, esas maduras y religiosas y santas mujeres tan vírgenes como llegaron al mundo, por la Gracia de Dios y el Espíritu Santo, que mientras bajaba yo la cuesta del barrio, así, con las manos juntitas las dos y al unísono, me han rogado que les compre un escapulario morado, para ponerse mientras recen por las tardecitas en honor a la Virgen del Carmen el escapulario, es decir, el rezo siete veces del padrenuestro, con el avemaría y el gloriapatri. Total, les compraré una pieza de tela y que se lo hagan ellas mismas, y ya después que don Conrado, el cura, si quiere, se los bendiga. Me han prometido las buenas mujeres un dulce con un agujerito en el centro, cuando regrese, esos dulces que ellas han hecho tan famosos en la ciudad de Tornas.
                        Clarita, la hija de Magdalena la Magna y madre del bueno de Antuán Constantino, aún dolorida y para siempre, me recuerda que debo denunciar al hospital de La Caridad y a las monjas de la congregación Hermanas de La Caridad de la Asunción, sobre todo a sor María de la Salud, quien trató de abofetearla y le dijo mientras paría algo así como: “Sufre, hija, y no olvides, que Dios tampoco se olvida de las pecadoras como tú”.
                        Bueno, en cierta medida, y como comprenderán no me siento en condiciones de complacerla, ni de siquiera decírselo a ustedes, pero en fin: Carmela, la Dichosa, esa mujer de armas tomar que ha estado con miles de hombres pero que sólo ha amado al más tonto, pues Carmela, total lo digo, me ha solicitado que le compre unas braguitas encarnadas para ondear en señal de paz ante la policía cuando venga a cerrarle su casa de citas; no sé si podré hacerlo.
                        La verdad es que, Carmela, la Dichosa, con esas manos de santa y esa sonrisa angelical que Dios le dio, ha sido capaz de todo, incluso de iniciar en el amor a un muchacho mientras las tropas rusas avanzaban sobre Checoslovaquia, ardía Saigón y cientos de heridos se amontonaban en el barrio latino de París. Aunque más importancia para ella, desde luego, ha tenido que Rosendo y Felisita hayan instalado, en el callejón entre los números 11 y 12 de la calle Sola, una granja de gallinas: ¡eso sí que ha sido importante para ella!
                        Y me pide que lo cuente aquí, ante ustedes, por si hay alguna autoridad y toma medidas, pues que los hombres que la visitan regresen a sus casas con ese hedor a excrementos de gallinas impregnado en sus cuerpos es tan triste como muy perjudicial para ella, para su negocio, vamos.
                        Juansito, el vecino de la casa número 3 de la calle Sola, por su parte, me dice que si tengo tiempo me fije en cómo colocan aquí los botes de aceitunas y las latas de carne en conserva, los manises y las chufas, y todo en general, porque a él, con esto de la crisis, ya no le compra nadie, sólo le entran a su tienda las moscas y los moscones.
                        Ramón, el barbero, apostado como siempre en la puerta de su casa y también barbería, en el número 7 de la calle Sola, cuando me vio salir me ofreció un afeitado gratis, a cambio de que le consiguiera un periodista que contara su historia con la única mujer que convivió, y que casi le cuesta la cárcel por cierto, porque él no sabía ni que habían puesto una bandera republicana en su azotea y mucho menos que, precisamente aquel día, estuvieran suspendidos los artículos 14 y 18 del Fuero de los Españoles y la universidad de Madrid estuviera cerrada a cal y canto por los disturbios que se estaban produciendo. Qué disgusto para el bueno de Ramón, también conocido por el Que le digo yo a usted, cuando lo obligaron a salir con las manos en alto y los ojos cerrados, acusándolo la policía armada a grito pelado de enemigo del Régimen y del Caudillo.
                        Incluso esta noche estoy yo aquí como mensajero de Magdalena, la Magna, una mujerona rubia, decana de las prostitutas del barrio de Canterías, quien me ha pedido que reivindique ante este auditorio el abuso cometido con ella por defender a su hija, Clarita, obligándola a pasarse encarcelada veinte años y un día en la prisión de la ciudad de Tornas.
                        Además, y agradecida como ella sola, me ha dicho que aproveche y pregone aquí todo lo bueno de sus vecinos de Canterías, de cómo la defendieron cuando lo necesitó, de qué fiesta más bonita le hicieron cuando regresó de la cárcel,  de cuántos regalos recibió de todos.
                        No desaprovecha la ocasión Magdalena y me pide un favor, que tampoco sé si se lo podré hacer, y es que le compre aquí mismo en El Corte Inglés unas botas de media caña, como las que ha llevado toda la vida, y un lápiz de labios de un rojo endiablado, porque ella ya no puede bajar a la ciudad de Tornas desde que se cayó subiendo las escaleras de su azotea adonde iba a tender la ropa.                           
                        Finalmente, Magdalena, la Magna, me rogó que no hablara de sus dos grandes amores, porque el nombre de ellos se los quiere llevar a la tumba, aunque siempre todo se sabe, y todos ustedes ya lo sabrán a estas alturas, si han leído Una rosa en la penumbra, al fin el testamento vital de todos los residentes de la calle Sola del barrio de Canterías de la ciudad de Tornas.
                        Así, estoy como mensajero además de un tal Antuán Constantino, un buen amigo mío, cincuentón y solterón, y buena gente, que con esa forma de ser suya tan sumisa y de tan poco carácter, quizás por las tesituras que ha pasado durante su vida desde el momento en que fue fecundado, me encarga que si por casualidad, aquí, entre ustedes, sabe alguien cómo conseguir a la mujer que se ama en silencio, cómo llegar al amor que parece inalcanzable, cómo incluso poder vivir amando sin ser amado y cómo, finalmente, acabar con el amor cuando se quiere tener, pues eso, que si alguno de ustedes tiene la fórmula me la dé para transmitírsela, pues quizás de esa manera pueda… bien acabar con su agobio amoroso bien alcanzar el amor desprendido de su particular Venus: la bella Helga Tarbonano.
                        Pero es que, al propio tiempo, la misma Helga Tarbonano, hermosa como ella sola, de labios finos y sonrosados, quizás enamorada o quizás no, me comenta que puedo hacer mención al efímero beso en los labios que un día correspondió, sin saber por qué, en un cuartucho de los estibadores allá en el puerto.
                        Me insiste en que está muy confundida. Me afirma que a lo mejor nunca debió cruzar la calle que despertó el amor en un hombre como Antuán Constantino, y su propio amor. Y aprovechándose también de esta circunstancia, me dice que tal vez entre todas las mujeres que hay aquí, entre todas ustedes, amigas mías, alguna pueda aconsejarle sobre lo que debe hacer, si seguir con su monótona vida o entregarse al bueno, al cándido de Antuán Constantino, un hombre incapaz de distinguir cuando un beso es dado por amor o por caridad.
                        Me acaba rogando Helga Tarbonano que sea prudente al contar su historia, y yo así lo hago, no hablar más sobre el tema, entre otras razones porque tampoco conozco muy bien la intimidad de esta mujer, ni la de Antuán Constantino, aunque bien es verdad que él mucho la ha citado y hasta mitificado, llegando al punto de confundirla o quererla comparar con las Venus de Botticelli, Velázquez, Tiziano, Carracci o Veronese: ¡eso sólo le ocurre a los enamorados!; verdad es que él teme mucho de una frase revolucionaria que le dijo el profesor Restituto Altamirano: “El que habla del amor destruye el amor”.
                        Y precisamente, de quien verdaderamente traigo muchos mensajes es del insigne profesor don Restituto Altamirano de las Cuevas, residente en la casa número 1 de la calle Sola del barrio de Canterías. Qué impertinencia la del viejo profesor: no se ha cansado de insistirme en que yo les cite a todos ustedes una frase en latín, cosa que no voy a hacer, por supuesto, por mucho que él se empeñe, aunque Dios me libre cuando regrese a la calle Sola y se entere de que no lo he hecho: igual me da en la misma coronilla con su bastón de acebuche con contera de hierro fundido.    
                        Sin embargo, tal vez por lo interesante de su vida, aparte de lo que le gustan las galletas con relleno de coco y de vainilla, sí les transmitiré algunas de sus vivencias revolucionarias, porque el profesor, al parecer, ha sido un hombre de mundo y muy inconformista, hasta el punto de tener como paradigma personal a John Fitzgerald Kennedy, aunque su alma revolucionaria lo llevó por otros derroteros.
                        ―Diga usted ―me espetó―, que yo me he codeado con Martin Luther King y con Salvador Allende, que yo estuve encerrado en el Estadio Chile junto a Víctor Jara.
                         Bueno: queda dicho; cumplo con lo prometido, nada más.
                        Pero sobre todo, insistió el viejo profesor en que les contara a ustedes sus vivencias en el Mayo francés del 68, y aunque no me lo creo, de que este hombre haya sido el autor de muchas frases célebres escritas en esa época turbulenta, aquí las dejo como humilde vocero, por ejemplo, la que supuestamente escribió en la universidad de Nanterre:
                        “Y sin embargo todo el mundo quiere respirar y nadie puede respirar; y muchos dicen “respiraremos más tarde”. Y la mayor parte no muere, porque ya están muertos”.
                        Insiste el profesor Restituto Altamirano que no me conforme con esa frase escrita por él, sino que cite otras, al parecer también de su propio puño y letra mediante graffitis, aparte de en Nanterre también en Odeón y La Sorbona: para darle satisfacción al hombre viejo y majadero, aunque con todas las reservas del mundo de que sea él su autor,  sin remedio, aquí quedan:
                        ―“La imaginación toma el poder”.
                        ―“Sean realistas: pidan lo imposible”.
                        ―“Un pensamiento que se estanca es  un pensamiento que se pudre”.
                        Cuánto habla y cuánto sabe el profesor Restituto Altamirano. Cuánto ha vivido. Cuánto se equivoca, según el parecer del confundido Antuán Constantino, cuando dice que no existe el amor, sino la ilusión. Cuánto se jacta al afirmar que las mujeres son como aves de rapiña. ¡Qué barbaridad! 
                        Aunque no deja de ser un hombre muy peculiar el profesor,  con su ironía permanente, y ahora, ahora mismo recuerdo un diálogo que me contó y sostuvo el propio Antuán Constantino con él:
                        Le preguntó el bueno de Antuán:
                        ―¿Aún hace usted el amor, profesor?
                        ―Yo ya no hago ni el té, amigo mío —contestó.
                        Como mensajero de Antuán Constantino, Helga Tarbonano, Magdalena la Magna, Clarita,  Ramón el barbero, Carmela la Dichosa y los demás, en su nombre, es un placer para ellos y para mí estar aquí con todos ustedes, esta noche, para debatir sus vidas, sus existencias como seres humanos bajo el título de “Una rosa en la penumbra”.
                        Me gustaría terminar esta introducción, ante ustedes miembros del Club de Lectura Dolores Campos Herrero, con una de esas frases del Mayo del 68, gracias al beneplácito de Antuán Constantino y Helga Tarbonano, el asentimiento de Magdalena, la Magna, y a petición, claro está, del profesor don Restituto Altamirano de las Cuevas:
                        ―“Decreto el estado de felicidad permanente”.