(Ilustración: Vieja friendo huevos/Velázquez)
Tenía hambre. Su
ínfima sonrisa daba la impresión de hallarse partida en dos. Allá, lejos,
quedaron sus padres sin un trozo de pan que echarse a la boca. No dejaba de
mirar, de observar a la vieja de aspecto pobre como él que freía huevos a
diestro y siniestro. Los olores que percibía le provocaban una ansiedad
infinita. Por unos momentos, desde luego que sin pensar las consecuencias,
quiso sacar los arrestos necesarios para acercarse a la mujer, meter las manos en
la sartén y hurtarle aquellos dos huevos ya casi fritos, pensando en que uno
sería para su padre y otro para su madre. Meditó. Se acercó unos pasos, tímido,
más bien asustadizo. Respiró hasta lo más hondo, y agachó la cabeza, quedándose
quieto como un pasmarote, tal vez esperando un milagro que le ayudara a cumplir
su objetivo. Pasó el tiempo, fugaz, y a hurtadillas observó que la mujer
depositaba los dos huevos en una especie de cuenco, justo antes de llamarlo y
felicitarle la Navidad entregándole aquel regalo maravilloso.
Antolín Dávila
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