Foto: El autor de este texto con la ciudad de Firmin al fondo, Boston.
Debate: "Firmin"
Autor: Sam Savage
Fecha: 23 de julio de 2014
Hora: 19.00 horas
Lugar: Sala Ámbito Cultural de El Corte Inglés
Las Palmas de Gran Canaria
Hola, tú:
En primer lugar, perdona
la intromisión, pero necesito presentarme: me llamo Firmin, y no creo que me
conozcas, aunque si así fuera, ¡por Dios te lo pido!, espero que no tengas un
mal concepto de mí, por ser quien soy y por ser lo que soy, porque estarás
conmigo que no todos los ratones somos iguales, como no lo son todas las
personas, los humanos.
Aunque
pensándolo bien, creo que si ahora, de improviso, estuviera entre tus piernas, que
por despiste nada más rozara tus canillas con mi cola o mis pelos cosquillearan
tus tobillos, el miedo y el asco harían de ti otra persona completamente
distinta, hasta el punto que temerosa de mi presencia, podrías chillar, huir y
hasta mostrarte tan agresiva que igual tratarías de acabar con mi vida,
clavándome el tacón de tu zapato en mi costado para dejarme partido en dos.
Soy
inofensivo, tenlo presente. Apenas soy un ratón de mala muerte, que nací pobre
hasta de mamadas, porque tuve la desgracia de ser el decimotercer y último hijo
de una camada que trajo mi madre al mundo, y la pobre de mi madre, que se llama
Flo, por si no lo sabes, sólo tiene doce pezones. Al fin y al cabo, siempre
tuve una teta cerca, pero casi nunca podía hacerla mía: ¡cosas que pasan en
este ingrato mundo!
Bueno,
en este primer estadio de mi vida que te ando contando, decirte también que en el
infeliz ratón canijo que te escribe, al principio de su existencia, no todo fue
malo, pues tuve una fortuna muy grande: nací en un burujo de papel que mi mamá,
la buena de Flo, arrancó de un libro del gran Joyce y conformó para buscarnos a
mí y a mis hermanos un lugar confortable donde nacer; ah, eso, el libro de
Joyce del cual algo tuvo que pegárseme, y el lugar donde di mis primeros
chillidos de ratón, una maravillosa librería que alentó después mi vida.
No
está mal para ser el principio, ¿verdad?
Recuerdos de chiquito
tengo muchos, de las cosas estrambóticas que hacía mi mamá Flo y de la ciudad
en que nací, Boston, una ciudad muy hermosa hoy pero un caos en aquellos
tiempos que comenzaba mi vida, pues estaba llena de indeseables.
Uno
de esos recuerdos eran las salidas de mamá todas las noches, subiendo a la
plaza Scollay a ratear un rato, vamos, a buscar comida en medio de toda la
basura que tiraban los indeseables, aunque lo malo era que mamá llegaba
borracha, muy borracha, y se tumbaba quedándose dormida enseguida, cosa que
aprovechaban mis doce hermanos para succionar las doce tetas de mamá, menos yo,
porque no me dejaban, aunque eso al final terminó siendo bueno para mí, porque finalizaban
convertidos en unos borrachines todos y se dormitaban enseguida, cosa que
aprovechaba yo, teta a teta y con paciencia sin que nadie me lo impidiera, para
mamar la última leche de cada pezón de mamá, ya sin alcohol y bien limpita. No
hay mal que por bien no venga, ¿no es así?
Bueno, si les digo lo
ocurrido con mi sustento diario, igual no se lo van a creer: a la vista de las
dificultades que tenía para poder seguir alimentándome ante tanta competencia mamaria,
un día, gracias a Dios, se me ocurrió la santa idea de comenzar a comerme el
confeti del libro de Joyce que aún nos servía de nido a todos, y me gustó
tanto, tanto, que cuando quedaba alguna teta libre de Flo dudaba de abalanzarme
sobre ella.
Lo bueno de todo esto,
aunque muchos no lo vayan a creer, es que esta decisión mía de masticar página
tras página no sólo me salvó la vida, sino que constituyó la base nutricional
para alcanzar las cotas de desarrollo mental que nadie podía imaginar y aún muchos
no se lo siguen creyendo: si encima les digo que royendo páginas de aquella
librería terminé aprendiendo a leer y a distinguir, hasta el punto que más
tarde sólo me roía los márgenes de los libros para poder leérmelos todos,
entonces, entonces está claro que la vida nos depara insólitos acontecimientos,
también para un pobre ratón como yo. ¿O no?
Como bien saben, soy un
ratón curioso, y así fui descubriendo los lugares que fueron conformando mi
vida, como el Globo, aquella ranura desde donde podía divisar la mesa y la
silla de Norman, o el Balcón, al otro extremo del techo, cuyo agujero me
permitía situarme sobre las vidrieras altas, desde donde divisaba los libros
raros que guardaba el dueño de la librería llamada Libros Pembroke.
De todas formas, lo mejor
que hice en esos días de mi vida fue no dejar de seguir leyendo, a pesar de
continuar averiguando a través de los túneles, hasta que llegó el momento en
que mamá Flo decidió enseñarnos el mundo de fuera, donde tantos peligros nos
acechaban, como ya he dicho en un lugar llamado Boston. Así de pasada,
recordarles el pasaje de mi primer y último momento de deseo sexual que he
tenido en mi vida, precisamente con mi hermana Luweena.
Cuánto me han ayudado mis
lecturas. Desde que salí al mundo, fuera de mi linda librería, me di cuenta
cómo la persecución y la muerte nos acecha a cada instante, azotándonos a todos
nosotros el terror. Sin embargo, a mí me ha ayudado el valor de la imaginación,
y un ejemplo es que cuando leí el diario de Anna Frank me convertí en Anna
Frank, mitigando así mis miedos.
Pronto
me vi solo, pero lejos de invadirme la tristeza me sentí muy bien, porque supe
de antemano que allí estaban mis inquietudes, que no eran otras que las de devorar
libros uno tras otro, en el buen sentido de la palabra lo de devorar, claro, no
se confundan. Aunque esto no es totalmente cierto, porque al fin probaba los
libros en el almuerzo, comiéndome un poquito de la anteportada de cada uno,
para dejar el texto impoluto, y me percaté de que, lo que bien se come, bien se
lee.
Qué
alegría sentí cuando despejé un nuevo túnel, aparte de el Globo y el Balcón,
que me llevaba a la zona principal del almacén, ofreciéndome un hermoso acceso
a la tienda y su inmenso mundo de libros nuevos, hasta el punto que lo bauticé
como el Cubil de la Rata, aunque dudé en llamarlo la Puerta del Cielo.
Llegados
a este estadio de mi vida no quiero, no me apetece porque no me da la gana,
contarles la experiencia que tuve ante el espejo de la puerta donde ponía
SERVICIOS, porque verme por primera vez no fue como ver a otra rata cualquiera,
muy al contrario, pues la experiencia fue horrorosa, tan horrorosa que nunca he
querido verme reflejado en sitio alguno a partir de entonces.
Sí
deseo contarles que cuando vi, por primera vez, a Norman, sentí en mi interior
que no me sentía solo en el mundo, pues tuve una sensación de seguridad que
nunca había tenido.
A
lo mejor no les está interesando mi historia, pero como buen ratón soy muy cabezudo,
y voy a continuar, pese a quien le pese.
Decirles
que, aunque viajé en mis libros, en un momento dado dejé de comérmelos, de modo
que tuve que buscarme el alimento para sobrevivir fuera de la librería de
Norman, arrastrándome siempre por las bocas de las alcantarillas.
En
una ocasión me encontré con uno de mis hermanos, muerto bajo las ruedas de un taxi.
Lo califiqué de ridículo, cuando yo ya me consideraba un hombre de negocios: mi
negocio eran los libros, el consumo e intercambio de libros.
Desde
luego que mis salidas en busca de comida me proporcionaron una de las mejores
cosas que he disfrutado: el cine Rialto. Aquella sala, abierta las veinticuatro
horas, me ofrecía muchas cosas, desde la propia comida, (barras de caramelo,
palomitas y hasta alguna ración de perrito caliente o jamón ahumado), a
películas antiguas desde por la mañana hasta la medianoche y luego
pornográficas, que tanto me gustaban. No dejaba de ser una hediondez el cine
Rialto, pero allí se produjeron en mi dos grandes confusiones: una, mi
veneración por Libros Pembroke, y otra mis deseos de estar en el cine Rialto,
donde incluso me enamoré de Ginger Rogers, para mi desasosiego.
Libros
Pembroke era una librería muy conocida. Llegué a escuchar a Norman afirmando
que Kennedy, el que fuera después presidente, llegó a pasar por allí a tomar
café y charlar un rato, y hasta Arthur Miller estuvo una vez a comprar una
libro suyo. Qué pena que yo no los pude ver.
En
esta etapa mi de vida, a quien único conocí fue a un escritor bohemio, a quien
Norman llegaba a calificar de majareta y borracho. Tenía una bicicleta
viejísima, pasaba por la librería y luego se iba camino de lugares insospechados
y lejanos, pues llegaba, incluso, a la plaza de Harvard, en Cambridge, al otro
lado del río. Se llamaba Jerry Magoon. ¡Cuánto tuvo que ver en mi vida
posterior el bueno de Jerry Magoon!
Cierto es que, al
principio, me decepcionó en gran manera, cuando le afirmó a Norman que tenía
una novela en marcha sobre una rata, de las peludas, a quien todo el mundo iba
a odiar en grado sumo.
Aunque parezca mentira,
un día, revolviendo en las partidas de nuevos libros que llegaban a Libros
Pembroke, me encontré con un libro titulado El
nido, cuyo autor era nada más y nada menos que E. J. Magoon y en su
cubierta aparecía una enorme rata con los ojos inyectados de sangre y sangre
goteándole de los colmillos.
El
tiempo pasaba. Libros Pembroke seguía siendo mi casa, pero las noticias que
traía el periódico eran deprimentes, pues la muerte se cernía sobre aquel lugar
donde nací, me crié, aprendí a leer y a conocer la vida, siempre junto al lado
de Norman Shine.
Recuerdo
que una noche, Norman, después de echar el cierre a la librería, regresó de
nuevo, y se echó a llorar: me dieron ganas de salir de mi escondrijo, arrojarme
a sus pies y besarle los zapatos, para darle ánimos.
Fue
aquel momento el de mayor cercanía entre Norman y yo, pero como suelo afirmar
los grandes amores se transforman en grandes odios, la callada paz deriva en
estrepitosa guerra, el tedio infinito genera enorme excitación.
Pasó
el fin de semana y, llegado el lunes, quise saber cómo andaba de ánimos el
señor Shine, si andaba igual de triste y yo podría prestarle alguna ayuda, pero
ocurrió algo insólito, algo que casi me arruina la vida.
Norman,
como siempre se tomaba su café mañanero mientras leía el periódico. Yo estaba
en mi escondrijo, atento por si lo invadía el menor síntoma de congoja, o de dolor.
Pero fui tan torpe, tan torpe, que me vine a dar cuenta muy tarde que si yo
podía ver su ojo él también podía ver el mío: durante un buen rato nuestras
miradas se cruzaron.
Sinceramente,
quise ver amor en aquellos ojos de Norman Shine, y me dije que ya no estaba
solo en la vida, y mucho más después de comprobar que el librero me había hecho
una visita y de regalo me dejó un montoncito de extraña comida con un sabor tan
delicioso como extraño, hasta que descubrí, para mi desgracia, que hay amores
que matan.
No
crean que estoy loco, pero sepan todos ustedes que, a pesar de la mala
experiencia ocurrida con Norman Shine, nunca he renunciado a mantener una
conversación con los humanos, y aunque me resultaba imposible, se me ocurrió la
idea de hacerlo mediante signos, como los que usan los sordos para comunicarse.
Para
no cansarles, al final, logré aprender a decir adiós-cremallera, cremallera-adiós, claro que a quien único podía
decirle eso era a un sordo, de todas formas, algo había que hacer, y me dirigí
al parque Common y enseguida alcancé el jardín público.
Puedo
decirles que puse todo mi empeño, y me percaté incluso de que estaba
consiguiéndolo ante dos mujeres y una niña, pero al final la gente gritaba: ¡una rata, una rata!; le ha dado un pasmo; una
ardilla no es, desde luego; ¡tiene la rabia!; hasta que un hombre trató de
hincarme su bastón en mi barriga y, aunque no lo consiguió, logró dejarme
inútil de la pierna izquierda, a pesar de que finalmente alguien gritó: ¡no le hagan daño!
En fin, no hay mal que por bien no
venga, ¿verdad?; gracias a Dios.
Qué
suerte tuve de que me rescatara de las iras humanas Jerry Magoon, al fin y al
cabo el segundo ser humano a quien amé.
Con
qué cariño me trató. Cómo me subió a su casa, me arropó y me dio de comer.
Gracias a sus cuidados, creo, mi pierna mejoró con rapidez y en una semana ya
podía apoyarme de nuevo.
Aunque
empezó llamándome “jefe”, cosa que no me gustaba, terminó nombrándome como
Ernie, y eso sí que me gustó, por lo de Ernesto, más bien, por lo de Ernest
Hemingway.
Como
Jerry pasaba mucho tiempo fuera, yo aprovechaba para husmear en su biblioteca,
hasta que un día se presentó de improviso y me cogió leyendo: recuerdo, sí,
que primero se quedó muy sorprendido,
luego le pareció divertido y finalmente, creo yo, se quedó convencido de que yo
no leía de verdad, que hacía el tonto, vamos.
A
Jerry le gustaba mucho rebuscar en la basura cosas estropeadas que después
trataba de arreglar, para luego regalárselas a la gente. Un día llegó a casa
con un piano de juguete, y después de muchas horas de trabajo logró arreglarlo,
que las teclas volvieran a funcionar, y terminó
regalándomelo. Cuando lo toqué por primera vez, Jerry se reía tanto que se
le escapaban lágrimas cara abajo.
Cómo
temía yo las salidas de Jerry en sus estados melancólicos, también sus enormes
borracheras. Más de una vez tenía que ir en su busca, porque temía que hiciera
alguna tontería y terminara con su vida.
Recuerdo
agarrarlo de la manga y pedirle, por favor, que volviera a casa, le rogaba incluso
diciéndole que lo necesitaba, hasta que, al final, lograba convencerlo. Cómo
nos miraban los parroquianos del bar y cuánta pena les dábamos.
Aunque
la casa y la compañía de Jerry eran muy agradables para mí, no dejaba de estar
en una cárcel y echaba en falta la librería y mis salidas al Rialto y a sus
mujeres hermosas.
Al
final me propuse la Construcción del Gran Agujero, y lo conseguí, y cuando salí
por primera vez me hubiera gustado dejarle una notita a Jerry para que no se
preocupara por mi ausencia, pero no lo hice.
Total,
que con grandes esfuerzos, bajando pisos, construyendo el conducto que bauticé
como el Ascensor, llegué al sótano de Libros Pembroke, y allí acudía cada vez
que el bueno de Jerry Magoon se ausentaba, aunque terminó por descubrir mis
paseos, pero no se enfadó por ello, al contrario, me preguntaba cómo me había
ido.
Qué
cosas tan bonitas viví con Jerry, como aquella mañana que me llevó al parque
Common por primera vez, saliendo de nuestra casa yo encima del hombro de él.
Nos instalamos al lado de la estación de metro
de la calle Park y allí, Jerry, de improviso, colocó un cartel que decía
VENTA DE LIBROS NUEVOS FIRMADOS POR EL
AUTOR. Así volví de nuevo al negocio de los libros.
Si
he de serles sinceros, el negocio para Jerry no iba más allá que de vender unos
cuantos ejemplares de su libro El nido
y, de propina, él le regalaba otro al comprador.
De
aquella experiencia, lo más bonito quizás, es que los amigos de Jerry y los
curiosos que se paraban en el puesto,
todos, mostraban un gran interés por mí, y hasta alguno se llegó a despedir de
mí con un hasta luego, tío. Era gente
variopinta, eso sí.
Cuántos
y qué buenos momentos vivimos juntos Jerry y yo: aquellos desayunos de café con leche y leer a un tiempo los dos
el periódico, como el día que él afirmó que se avergonzaba de su condición
humana, por las cosas de los nazis; las cenas, con nuestro plato favorito de
estofado de ternera que Jerry solía acompañar con un arroz preparado por él
mismo; aquellas veladas de los dos en el viejo sillón de cuero escuchando
música de Charlie Parker y Billie Holliday; tomándonos nuestros vinitos en el
mismo vaso, porque yo no tenía; los dos medio borrachos o borrachos enteros, yo
cayéndome en su regazo y Jerry, cariñoso, riéndose a carcajadas
Llegado
el mes de octubre, no sé por qué, me dio por pensar en la muerte, y me
preguntaba qué podría ocurrir si Jerry llegara a casa una tarde y me encontraba
muerto: ¿qué haría?, ¿me tiraría a la basura cogiéndome de la cola?, ¿y qué
otra cosa podría hacer? Desde luego que odiaba la idea de que me agarrasen por
la cola y me tiraran a la basura.
La muerte siempre acecha, por desgracia. Una
noche, despierto yo en mi caja y
hablando conmigo mismo, esperando como acostumbraba la llegada de Jerry, pues
siempre solía hablarme un rato sentado en el borde de su cama, escuché el
característico chirriar del portal abriéndose y cerrándose, los pasos de Jerry
tan familiares subiendo los primeros peldaños, el silencio de cuando descansaba
en el primer rellano, luego ya casi llegando a casa, y más tarde el ruido, el
tremendo ruido cuando una persona se cae escaleras abajo.
¡Qué
desesperación la mía por no poder ayudar a Jerry! Al final, desde mi Globo, en
la librería, al día siguiente, me pude enterar que le había dado un ataque al
corazón, pero que estaba vivo, aunque dos semanas más tarde, desgraciadamente,
escondido debajo del fregadero, vi llegar a los padres de Jerry y a un supuesto
hermano, que no se interesaron sino por una caja de zapatos llena de cartas,
que leyeron porque eran sus propias palabras.
A partir de aquel momento,
sinceramente, me percaté de la desgracia que supone estar solo en la vida.
3 comentarios:
Bellísimo relato, amigo. Todos somos, de una forma u otra, ratones que nos vamos alimentando de lo que nos va llegando... El caso es elegir bien el "alimento".
Un abrazo
kñt
Desde luego que sí, querido Alberto.
Un abrazo,
¡Un texto precioso el que has escrito Antolín! Me leeré Firmin sin dudarlo un instante. Gracias.
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