Por Daniel María
El
Premio Canarias de Literatura nació para olvidar. Esto podemos suponer si se
tiene en cuenta la enorme discordancia que perdura entre los galardonados y
quienes nunca lo fueron. La importancia o necesidad de los premios suele ser
objeto de debate, pero ya que este galardón existe y se lleva otorgando desde
1984, es preciso atender qué ha venido a aportar, a señalar o a distinguir
desde su creación. Nació como el máximo galardón que recaería en las figuras
esenciales de las letras canarias; así lo demostraron las primeras concesiones
anuales e ininterrumpidas desde Domingo Pérez Minik, que inauguraría la lista
de ilustres, seguido de Agustín Millares Sall, Ventura Doreste, María Rosa
Alonso, Juan Marichal, Rafael Arozarena, Isaac de Vega, Pedro Lezcano, Manuel
Padorno y Carlos Pinto
Grote, a partir del cual la edición del premio pasaría a ser bienal y a recaer
en Luis Feria, Sebastián de la Nuez y Justo Jorge Padrón. Luego, el Premio
Canarias de Literatura pasaría a concederse cada tres años, siendo los
galardonados hasta la fecha Juan Cruz Ruiz, Arturo Maccanti, Juan Manuel García
Ramos, José María Millares Sall y Luis Alemany.
La prensa local y los
corrillos literarios insulares acogen distintas versiones, dimes y diretes
acerca de las enemistades, los pactos, las traiciones, los desaires y las
venganzas que unos a otros como jurados, asesores o simpatizantes han protagonizado.
Los hechos son los hechos. Y los hechos derivan en olvidos y vergüenzas que
hieren la sensibilidad de cualquier lector o de cualquier estudioso, por pocos
que seamos, de la literatura canaria.
Los premios honoríficos de esta envergadura se asumen como distinciones a la excelencia, al quehacer constante, a una vida entregada a la literatura y a una escritura fundacional, en la medida en que a estas alturas se pueda alcanzar la originalidad, o precisamente por eso mismo, porque parece que todo está escrito, haber aportado un camino nuevo, una mirada diferente y bella. Bien también que, en ocasiones, un autor de escasos títulos ha logrado una contribución extraordinaria; bien también que poco publicado no significa poco escrito. De igual modo, los ensayistas, críticos e investigadores de la literatura canaria o nacidos en las Islas y que hayan dedicado sus esfuerzos al estudio de las letras universales constituyen parte inherente de esta herencia. Con todo, un galardón como el Premio Canarias de Literatura deviene en conformar una continua y actualizada mesa de edad de nuestras letras, un espacio donde sea posible identificar el patrimonio literario del Archipiélago. Siguiendo esta visión del asunto, es descorazonador atender a los datos que se ofrecen a continuación: Félix Casanova de Ayala muere en 1990 a los 75 años, Andrés de Lorenzo-Cáceres muere en 1990 a los 88 años, Joaquín Artiles muere en 1992 a los 89 años, Josefina Pla muere en 1999 a los 96 años, Domingo Velázquez Cabrera muere en 1999 a los 88 años, Alejandro Cioranescu muere en 1999 a los 88 años, Sebastián Sosa Barroso muere en 2001 a los 77 años, Digna Palou muere en 2001 a los 68 años, Josefina de la Torre muere en 2002 a los 95 años, Pino Ojeda muere en 2002 a los 86 años, Pino Betancor muere en 2003 a los 75 años, Antonio García Ysábal muere en 2008 a los 69 años, José Antonio Rial muere en 2009 a los 98 años (se le otorgó la Medalla de Oro del Gobierno de Canarias en 2007, no sabemos si debido a que dicho año no tocaba conceder la categoría de Literatura), Ana María Fagundo muere en 2010 a los 72 años, Manuel González Sosa muere en 2011 a los 90 años. En el caso de Pilar Lojendio, la poeta murió tempranamente -en 1989 y a los 58 años-, al igual que Natalia Sosa Ayala (que murió en el año 2000 a los 62 años), Esperanza Cifuentes (fallecida en 2002 a los 58 años), Alfonso O’Shanahan (que murió en 2009 a los 65 años) y Amadou Ndoye (que murió en 2013 con 66 años). No obstante, de continuar vivos recibirían, indudablemente, el mismo trato.
Los premios honoríficos de esta envergadura se asumen como distinciones a la excelencia, al quehacer constante, a una vida entregada a la literatura y a una escritura fundacional, en la medida en que a estas alturas se pueda alcanzar la originalidad, o precisamente por eso mismo, porque parece que todo está escrito, haber aportado un camino nuevo, una mirada diferente y bella. Bien también que, en ocasiones, un autor de escasos títulos ha logrado una contribución extraordinaria; bien también que poco publicado no significa poco escrito. De igual modo, los ensayistas, críticos e investigadores de la literatura canaria o nacidos en las Islas y que hayan dedicado sus esfuerzos al estudio de las letras universales constituyen parte inherente de esta herencia. Con todo, un galardón como el Premio Canarias de Literatura deviene en conformar una continua y actualizada mesa de edad de nuestras letras, un espacio donde sea posible identificar el patrimonio literario del Archipiélago. Siguiendo esta visión del asunto, es descorazonador atender a los datos que se ofrecen a continuación: Félix Casanova de Ayala muere en 1990 a los 75 años, Andrés de Lorenzo-Cáceres muere en 1990 a los 88 años, Joaquín Artiles muere en 1992 a los 89 años, Josefina Pla muere en 1999 a los 96 años, Domingo Velázquez Cabrera muere en 1999 a los 88 años, Alejandro Cioranescu muere en 1999 a los 88 años, Sebastián Sosa Barroso muere en 2001 a los 77 años, Digna Palou muere en 2001 a los 68 años, Josefina de la Torre muere en 2002 a los 95 años, Pino Ojeda muere en 2002 a los 86 años, Pino Betancor muere en 2003 a los 75 años, Antonio García Ysábal muere en 2008 a los 69 años, José Antonio Rial muere en 2009 a los 98 años (se le otorgó la Medalla de Oro del Gobierno de Canarias en 2007, no sabemos si debido a que dicho año no tocaba conceder la categoría de Literatura), Ana María Fagundo muere en 2010 a los 72 años, Manuel González Sosa muere en 2011 a los 90 años. En el caso de Pilar Lojendio, la poeta murió tempranamente -en 1989 y a los 58 años-, al igual que Natalia Sosa Ayala (que murió en el año 2000 a los 62 años), Esperanza Cifuentes (fallecida en 2002 a los 58 años), Alfonso O’Shanahan (que murió en 2009 a los 65 años) y Amadou Ndoye (que murió en 2013 con 66 años). No obstante, de continuar vivos recibirían, indudablemente, el mismo trato.
Todos ellos forman parte de la valiosa fortuna de la literatura
canaria. Son escritores relevantes de nuestras letras que, en vida y para pavor
de todos, contaron con el olvido de la oficialidad como incesante compañero de
fatigas. El caso de José María Millares Sall es tan vergonzoso como patético.
Cuánto hacía que uno de los más inmensos poetas que han dado las letras
canarias merecía este galardón como para venir a suplir la deuda y el desaire
meses antes de su fallecimiento en 2009, a los 88 años de edad, cuando las
fuerzas del poeta flaqueaban y desde hacía unos años gozaba de una merecidísima
atención (tan lograda como tardía) de editoriales, medios y críticos.
Descubrimiento que propició la concesión póstuma del Premio Nacional de Poesía
en 2010. Casi ninguno de ellos goza actualmente de una edición de sus obras
completas (la literatura canaria está repleta de inéditos ignorados), apenas
subsisten sus títulos en las bibliotecas y la inmensa mayoría de los
estudiantes de Filología de las universidades canarias los desconocen (aludo a
estos por su evidente proximidad), ya que, salvo insólitas excepciones, estos
autores no tienen cabida en los programas curriculares, de lo que resulta
natural que no sean objeto de estudio de Trabajos de Fin de Grado, de Fin de
Máster, Tesis doctorales, etc.
Por otro lado, viene a colación cuestionarse a qué derivan sus
presupuestos, por escasos que resulten en estos tiempos, las instituciones
culturales que incluso en su nomenclatura aluden a los estudios, las letras o
la cultura canarios y que no fomentan la creación de becas que permitan a
estudiantes, licenciados y graduados dedicar sus esfuerzos al rescate, la
visibilidad, la reivindicación y la dignificación de autores y obras de la
literatura canaria. Estas instituciones están pobladas de profesores
universitarios y de intelectuales de reconocido prestigio, pero desde sus
privilegiadas posiciones no actúan en consecuencia con el sentimiento y la
pasión que se les presupone; es decir, aquello que un día les movió a atender a
la literatura canaria.
A mis oídos ha llegado que se maneja el criterio de que otorgar el
Premio cada año puede originar la devaluación del mismo; esto es, que se agoten
los buenos escritores y comience a recaer en manos de autores mediocres. Cabe
preguntarse entonces, atendiendo a la sangrante lista de olvidados, si esto no
ha ocurrido ya. ¿El Premio Canarias de Literatura sobrevive para calmar egos de
imposibles Premios Nobel, pagar fiados en bares y pensiones, saldar deudas por
favores, enchufes o silencios? Además, ¿por qué llegó a entregarse ex aequo, contradictoriamente,
en dos ocasiones: a María Rosa Alonso y Juan Marichal en 1987, y a Rafael
Arozarena e Isaac de Vega en 1988? ¿Pensaban que se morirían pronto? Isaac de
Vega mantiene su burla particular al respecto.
¿Nació el Premio Canarias para ignorar la tristeza enraizada de Pino
Ojeda, los lirios azules que a Pino Betancor le brotaban en los sueños, el
pulso atlántico de José Antonio Rial, la muerte que enlutaba la tinta de Félix
Casanova de Ayala, el marzo incompleto para siempre de Josefina de la Torre?
Quisiera asegurar al Premio Canarias de Literatura diez años de esplendor
proponiendo a los próximos galardonados, según mi criterio particular: Nivaria
Tejera, Emilio Sánchez Ortiz, Andrés Sánchez Robayna, José Rivero Vivas, Jorge
Rodríguez Padrón, Elsa López, JJ Armas Marcelo, Eugenio Padorno, Ángel Sánchez
y Olga Rivero Jordán. Desearía igualmente la inclusión en esta lista de Juan
Jiménez, Lázaro Santana, Juan José Delgado, Alberto Omar Walls, Yolanda
Arencibia, Isabel Medina, Antolín Dávila, José Carlos Cataño, Sabas Martín,
Víctor Ramírez, Juan Pedro Castañeda, Emilio
González Déniz, Rafael Fernández Hernández, Nilo Palenzuela, Cecilia Domínguez
Luis, Olga Luis Rivero, Anelio Rodríguez Concepción, Víctor Álamo de la Rosa…;
de cuyas obras y excelencias no sé qué consideración tendrán los futuros
jurados, y a quienes el actual y estúpido carácter trienal del premio los puede
eternizar hasta la omisión.
Podrá permitirse el pueblo canario vivir ajeno a su literatura, pero
quienes formamos parte de ella, quienes la consideramos con ese temblor en el
pecho tan parecido al amor, no podemos más que enrabietarnos, incidir en la
deshonra y señalar el hollín sucio de la infamia con que se pretende hacer
historia desde la simpleza intelectual. Y este descalabro tiene responsables,
pero cuenta también con remendadores: quienes ocupan los cargos en la gestión
pública desde los que liderar el cambio de rumbo. No permitamos que subsista un
pedestal para el olvido.
Con
este artículo el autor consiguió el premio de periodismo Leoncio Rodríguez,
convocado por el periódico El Día de Santa Cruz de Tenerife
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