Autor: Nicolás Guerra Aguiar
Fecha: 20 de julio de 2013
Podría resultar desfasado en el
tiempo, sin duda. Pero al paso de las
horas de dos tardes que fueron monólogos dialogados con asentimientos y muchas
coincidencias, la conversación con el novelista Antolín Dávila me retrotrajo a
cuarenta y dos años atrás, cuando en la vivienda lagunera de José Antonio Luján volaron los tiempos
nocturnos y los del alba mientras nos embelesábamos con la palabra de don
Rafael Muñoz, dominico desterrado a la Universidad lagunera y sabio que nos
llevó de la mano al pensamiento filosófico –existencialismo, Heidegger,
Sartre…- semioculto hasta el momento en aquella distanciada Universidad donde
años atrás brilló la docencia de don Emilio Lledó, maestro en la Filosofía, al
que no conocí.
Porque Antolín Dávila es escritor, pero filosofa
existencialmente. Y es cierto que escribe, y su obra rezuma calidad –al menos
la que conozco- porque sabe cómo hacer una novela, cómo escribir un relato,
cómo enganchar al lector que lo desconocía (he de admitirlo, y lo lamento por
mí) hasta hace poco. Y ese desconocimiento me desestabiliza incluso
profesionalmente (a fin de cuentas, uno ejerció en el aula como profesor de
Literatura) aunque ahora mismo ya no solo sé quién es, incluso físicamente,
sino y sobre todo como apuntalador de palabras perfectamente ordenadas, de
estructuras novelescas –las más de las veces, incluso noveleras- que responden
a las puras esencias de la obra bien hecha, aquella que deja satisfechos a los
lectores y al propio autor.
Antolín Dávila habla de la libertad –más bien
de su ausencia, incluso de su imposibilidad- cuando dialoga con sus personajes
novelescos, algunos de los cuales me devolvieron a aquellos años, digo, de don
Rafael Muñoz, el profesor de Filosofía (un rebelde dominico de razonamientos)
que nos hizo pensar sobre la supuesta independencia del ser humano expulsado a
un mundo agresivo en el cual ha de vivir el absurdo de su existencia.
Así es, por ejemplo, Antuán, en absoluto
trasunto o supuesto álter ego del propio Antolín en su novela Una rosa en la
penumbra, tal vez uno de los más exquisitos personajes creados por él –por
duramente existencial y angustioso-, al menos en lo que sé de su obra. Un
protagonista que no es tal, por más que lo parezca. Porque –así se lo comento
entre buchitos de café y ausencias de cigarrillos, pues estamos bajo techo- el
personaje central de esta novela no es un ser vivo con un nombre, Antuán. Y
Antolín coincidió conmigo en la valoración: todo gira en torno a los
condicionantes externos que lo llevaron no sé si a odiar a la mujer-sexo-gemido-profesión
(a fin de cuentas, su abuela y su madre), pero sí al menos a identificar a una
-la besó a los cincuenta años- con la rosa blanca (pureza), fundamental
elemento simbólico que nada tiene que ver con la rosa roja de Garcilaso
–pasión-, la odorífera rosa alejandrina de Cairasco, la dorada quesadiana
–realización plena- o la azul lorquiana –esterilidad-.
Al final, Antolín habla de los
caminos machadianos para referirse a aquellas rutas que no logramos transitar
porque “hay condicionantes que nos lo impiden”. En la vida –y esto es puro
existencialismo- tomamos veredas, pero nunca accedemos al camino principal
porque está rodeado de infinidad de rutas accesorias que nos impiden el arribo
a la vía principal. (Si es que, le comento, esta existe.)
Por tal razón, lo maravilloso de la escritura
para él –y deja de ser el existencialista sereno, pura contradicción- es que el
escritor puede manejar el mundo a su medida. Y por eso el narrador es autor no
ya de ficciones o novelas. Es, fundamentalmente, creador. Y como tal –aunque
crear se entienda como producir algo de la nada- el novelista inventa, recrea,
satisface su mundo novelesco y es capaz –a veces por placer; otras, por
necesidad vital- de manipular para distorsionar la verdad y regalarle al lector
acciones y actitudes imposibles en la vida real. Aunque tal comportamiento,
claro, le permita vivir. Pero, a la vez, sufrir todo lo que escribe.
La realidad, pues, es manejable para Antolín
Dávila. Y él ha pretendido llevarla incluso más allá de ella misma, es decir,
des-realizarla para identificarla con la ficción, de tal manera que ambas se
confundan y perfeccionen -y esto no sé
si es existencialismo- ante la complicación de las relaciones humanas.
Tampoco sé si son los sesenta años de su vida
o que sus primeras esencias fueron en San Mateo (llegó a conocer a los pájaros
por el canto y por cómo hacen sus nidos), pero lo cierto es que tanto en las
palabras que actúan tal barrancos de pensamientos como en sus silencios para
buscarlas en la razón, Antolín Dávila emana seriedad, rigor, conocimiento
exhaustivo de la vida. Y aunque le tiro de la lengua para que identifique la
vida como pura angustia existencial, eso
lo deja para sus personajes, aunque no todos sufren la tragedia de su propia
existencia.
Quizás su desvinculación de movimientos y
comportamientos grupales (le comento que también ahí nos identificamos) le hace
ver la realidad tal como es, sin ficciones a pesar de su mundo fantasioso por
novelesco. Y también quizás por su natural islamiento (acaso por algo de
timidez o de libertad absoluta), nadie ha criticado al novelista, aunque puede
opinarse de su novela. Y Una rosa en la penumbra, opino, es de las mejores que
he leído entre las buenas producciones
aparecidas en Canarias. Porque no consiste en dar una nota, en ubicarla en un
puesto de competiciones. Antolín Dávila es admirado por los nuevos y muy buenos
escritores –la Generación del COU, por sus edades- que respetan en él su no
ubicuidad estilística. Por eso lo invitan a actos comunes, y Alexis Ravelo y
Santiago Gil –entre otros- lo valoran. Fue de los poquísimos novelistas ajenos
a la hiperbólica voz narraguanche que consiguió (años ochenta) ser finalista en
los premios Benito Pérez Armas, Ateneo de Valladolid y Pérez Galdós, títulos
que además se publicaron, y gana en 1988 el Benito Pérez Armas de edición con
El cernícalo, hoy reeditada…
Pero como ya tiene sus años –por
suerte, años significan calidad y producción novelesca-, también puede mirar
hacia atrás. Y, como muchos jóvenes de su edad o los pollillos cuarentones de
hoy, recuerda a Emilio González Déniz, el culpable de que Una orla para todos
(1988) lo lanzara definitivamente a estas cosas de la escritura.
Sí, es cierto. Antolín Dávila es pasión
novelesca pero, a la vez, serenidad en la novelación. Tres horas de palabras
ordenadas –a veces necesariamente apasionadas- dan para confirmar sospechas y
fortalecer afirmaciones: cuando se reescriba sobre la novela en Canarias,
Antolín Dávila ocupará el lugar que le corresponde. Y será de los primeros no
por la D apellidal, sino por su obra. Una rosa en la penumbra, por ejemplo,
será un título imprescindible. Y con razón, claro.
2 comentarios:
Inmejorable el artículo que te han hecho Antolín. Coincido con el articulista en que Una rosa en la penumbra es una gran novela que pasará a la posteridad. Felicidades y un abrazo.
Magnífica opinión. Eres merecedor de ella. Un fuerte abrazo.
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