El hombre fumaba, no se cansaba
de fumar, en aquel pasillo antes de la recepción del gran hotel, transformando cada
escena que se daba ante sí en un universo muy particular, el suyo, aunque
condicionado por la realidad que se le presentaba ante sus ojos a cada
instante, sin poderlo evitar.
No
hablaba con nadie, si acaso, entreverado por escenas diferentes, con el portero
del hotel, un hombre mucho más joven que él ansioso porque iba a recibir a su primer hijo
y de quien nunca supo si tuvo esa fortuna. Pero allí seguía, cumplidor con las
reglas contra el tabaco, fumando y observando durante 6 días, a veces, si era
por la mañana, después de tomarse un café en un bar cercano, buscando un rayo
de sol para mitigar el frío mañanero.
Ante
sí pasaban los clientes del hotel, unos entrando y otros saliendo, algunos ya
conocidos de días anteriores y otros recién llegados, o llegando arrastrando
sus variopintas maletas, como aquella pareja ya bien conocida por el hombre
fumador, ella una mujer joven todavía y él un sesentón de poco pelo, gafas de
culo de botella y cara extremadamente feliz, porque se le notaba.
—Vos
me estás haciendo muy feliz. Nunca he vivido momentos como estos. Siempre te
amaré y te llevaré conmigo: serás mi gran amor —alcanzó a escuchar el hombre
fumador.
El
hombre sesentón puso cara de idiota y el hombre fumador agachó la cabeza para
no verse sorprendido por la mirada de aquella mujer, la misma que, cada noche,
lo acompañaba en el pasillo, antes de la gran recepción, a fumarse como mínimo
un par de cigarrillos y a tratar de intimar con él.
—¿Sabés
que fumas como Humphrey Bogart? Me gusta mucho —le dijo aquella noche.
—Ah,
no lo sé: lo desconocía.
—¿Lo
hacés todo tan lindo?
Insinuándose,
con descaro, casi lo perseguía a lo largo del pasillo, pero el hombre fumador
la evitaba, bien hablando con el portero del hotel bien alejándose hasta la
calle, momentos que la mujer aprovechaba para coger el móvil y comenzar a
hablar con otros hombres o alguna amiga a la que daba de merecer, porque decía
estar divina con el hombre sesentón, a quien calificaba como un iluso más que
hasta se creía que lo amaba y lo amaría siempre, y se carcajeaba sin compasión.
—¿Por
qué me rehúyes, Humphrey Bogart?
El
hombre fumador calló, mantuvo un mutismo absoluto y sólo inhaló el cigarrillo
como si fuera su última bocanada de humo en la vida, no sin mirarla de arriba
abajo con cierto desprecio.
—¿Querés
venir mañana a un asado? Me invitaron mis familiares, los muy casamenteros, que
pretenden unirme a un fantasma y putero para quitarse de encima la carga de mi
presencia.
—No.
Gracias —musitó apenas el hombre fumador.
—Oye,
que a mí no me importa entregarme a ese fantasma que me proponen, total, qué
más da uno que otro.
El
hombre fumador no pudo más, apagó su cigarrillo estrujándolo contra el cenicero
con rabia y abandonó el pasillo, adentrándose en la gran recepción del hotel,
asqueado y sintiéndose engañado como si él fuera el hombre sesentón que debería
estar ya durmiendo como un bendito en cualquier habitación del hotel, cornudo
como él solo.
3 comentarios:
Me encanta todo lo que escribes Antolín. Es un cuento precioso, digno de un maestro.
Precioso,querido amigo.Vaya con la argentinita!.La descripción perfecta.
Acabo de leer este texto y es una hermosa escena literaria, escrita de manera muy precisa y condensada en su expresión (forma y contenido). Gracias Antolín, Pepe Luján
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