Nos encontramos ante la
obra de un gran maestro de la literatura que, quizá, si nos fiamos de las sensaciones
iniciales de lector, nos lleve a equívocos a la hora de hacer un análisis del
transcurrir de la misma hasta su punto y final.
Lo primero que
sorprende es que el presente solo aparece en las primeras dieciocho páginas de
la novela, donde de manera efímera se manifiesta la vida actual de los
personajes principales Louis y Odile, pues todo lo demás es pasado, y el pasado
de los dos apenas lo envuelve la juventud y el conformismo.
A medida que se avanza
en la lectura de Una juventud, de
Patrick Modiano, las impresiones no pueden ser más desalentadoras, porque una
sucesión de breves escenas, apenas insinuadas, desorientan al lector en gran
medida, quien no encuentra ilación alguna en lo que se narra.
Mientras, un buen
número de personajes secundarios, que aparecen y desaparecen sin más, se
sumergen en el limbo de lo desconocido sin razón aparente, como si temieran ser
partícipes de una historia que no les conviene.
De igual manera, nos
encontramos con relaciones amorosas que apenas lo parecen, como la de Brossier
y Jacqueline y la de Bejardy y Nicole Haas, y escenas de prostitución, en el
caso de Odile, que por su desarrollo
superficial podrían ser calificadas como consentidas, cuando realmente surgen
por la necesidad, o en otras situaciones similares que, por permitidas, no
dejan de ser traumáticas para la protagonista y, sin embargo, suponen en la
trama apenas una circunstancia más en la dura vida de una joven que se siente
sola y sin amparo, como quien se ha convertido en su pareja después de un
encuentro casual, Louis, tan joven y tan solo también.
Eso sí, infinidad de
lugares del París de la posguerra, citados con minuciosidad salvo en contadas
ocasiones, enriquecen la lectura de la
obra en gran medida.
Sí. Cuesta adentrarse
en el mundo que nos propone el autor. El discurrir se hace lento y distante,
avanza la novela sin alma, descrita con maestría desde luego, pero apenas
apoyada por la continuidad de pasajes evocadores, nada más, que van apareciendo
uno tras otro durante el discurrir de la historia y se esfuman a las primeras
de cambio.
Si bien, en un momento
dado, el interés del lector se despierta como consecuencia de la desconfianza
que abruma a Louis en torno a quienes se convierten en sus benefactores primero
y hasta mentores después, Bejardy y Brossier, dos hombres de dudosa reputación
que se mueven en el mercado negro y en negocios muy poco transparentes que el
propio Louis trata de averiguar.
Rematando, una trama
efímera y un tanto insustancial, se termina sosteniendo en una operación de
tráfico de divisas, la última, que da origen al final de la novela, final que
resulta, paradójicamente, el más amable posible para el lector.
De todas formas, como
la magia de la narrativa es sobrenatural, quiero pensar que el autor nos
pretende resumir todo lo que no nos ha contado aprovechándose de las palabras
de Bauer, un personaje que puede muy bien pasar desapercibido en la novela: Pero cuando hojeo este álbum y los miro, uno
detrás de otro, me da la impresión de que son olas que han ido rompiendo por
turnos.
Entonces Patrick
Modiano, en Una juventud, con un
estilo distinto y práctica novedosa, nos regala una particular visión de la
vida basada en la presencia fugaz como la de las olas, al fin y al cabo cada
uno de los acontecimientos más significativos que marcan la existencia del ser
humano y van quedando atrás, igual que un trozo de roca cae despacio hacia el mar y desaparece entre un surtidor de espuma.
MI
RELACIÓN PERSONAL CON LOUIS Y ODILE
Quedamos en tomarnos unos camparis en el
bulevar, para así conocernos mejor. Ella, Odile, me parece una buena mujer,
aunque de mirada un tanto sufrida; él, Louis, da la impresión de ser un
conformista de la vida. Así, como de soslayo, los dos me han invitado a conocer
París y sus andanzas por él cuando eran más jóvenes de lo que además son. La
verdad que me crea muchas dudas esta posible amistad. En fin, esperemos a los
efectos de los camparis.
Acudimos a la cita puntualmente. El camarero se
puso a hablar con Louis, quizá aprovechando para perfeccionar su francés.
Mientras, Odile, con un encanto especial, me contaba una anécdota de un
travesti español que se buscaba la vida en París, quien en la primera actuación
como tal, en una sala de fiestas, cayó fulminado en el escenario antes de
empezar, al parecer porque no soportaba la presión del vestido que ella misma
junto a su amiga Mary le habían confeccionado en sus ratos libres. La verdad:
me sentía cómodo, incluso diría que muy bien, junto a la pareja.
En un momento dado, cuando Louis fue al baño,
Odile me lo dijo en voz muy baja: ¿sabes que me he prostituido? Me quedé
anonadado, sin palabras también. No sé si lo sabrá Louis, abundó ella. Al fin,
le dije algo así: bueno, supongo que has tenido una vida muy complicada. Y
traté de explicarme mejor: mira, ¿no has pensado con qué se prostituye una persona
a cada instante?, pues nada más y nada menos que con la palabra. Me encanta
como hablas, susurró la buena de Odile, y balbuceó apenas: nunca lo había
pensado.
Seguíamos allí sentados. La tarde empezaba a
refrescar. Miré el reloj: ya llevábamos charlando más de dos horas; y quizá
íbamos por la tercera copa, si no por la cuarta, hasta el punto que los ojos de
Odile parecían aturdidos. Louis puso su mano sobre mi brazo, me miró fijamente
y me dijo: ¿sabes que de joven fui traficante de divisas? No, no lo sabía, le
contesté. Sí, podía haber arruinado mi vida, pero la suerte quiso que fuera
nuestra salvación y pudiéramos salir de las cloacas donde estábamos sumidos, si
bien, no dejo de sentirme perseguido, aunque también feliz, porque gracias a
ello Odile y yo somos personas y continuamos embarcados en nuestro amor. A fe
que Louis me pareció un pajarillo indefenso, y valioso.
Una copa de media tarde se había convertido en una serie hasta bien entrada la noche con luna de nieve. Louis y yo estábamos medio borrachos, y Odile, muy serena, brillaba más entre las luces y las sombras, preciosa. El momento era tan placentero que no queríamos despedirnos. Un mirlo sonámbulo se movió entre las palmeras. Mejor aquí que en París, escuché decir apenas a Odile. Me halagaron sus palabras. Al fin nos despedimos abrazándonos, como si nos hubiéramos conocido durante toda la vida, y quedamos para vernos por última vez el próximo día 22, a las siete de la tarde.